Nos decía en su artículo mi amigo “Chale” Mántica:
Dios quiere que seamos uno, así; en esa medida de unidad especificada por él mismo. Y nos dice cómo piensa lograrlo: Yo en ellos, y tú en mí, un solo puré de ellos con nosotros: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo y todos los Hijos de Dios, en unidad perfecta hasta el punto de ser uno solo en Él, por el amor.
Para lograrlo Cristo nos ha incorporado a sí mismo; nos ha hecho parte de su propio cuerpo, y nos ha dado la Gloria que el Padre le dio a Él —su propio Espíritu para que seamos uno—.
Posiblemente nunca terminaremos de entender la plenitud de esta unidad que supone existir entre Dios y nosotros y de nosotros entre sí y que Cristo nos explica es semejante a la unidad perfecta que tiene la Trinidad Divina. Alguien la ha llamado La Tri Unidad. Solo alcanzamos a comprender que es una unidad mucho más fuerte y total que cualquier otra forma de unidad humana. Y que el Señor nos llama a ese ideal de unidad perfecta.
En el Libro de los Hechos encontramos algunos pasajes que ilustran cómo entendieron la unidad los primeros cristianos: En Hechos 2:43-44 leemos:
“Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno”.
Y en Hechos 4:32-33: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía”.
En estos pasajes vemos con claridad que la unidad mística, es decir —la unidad misteriosa— del Cuerpo Místico de Cristo no se queda en el ámbito de lo sobrenatural sino que desde el principio se traduce en la búsqueda de una unidad visible y experimentable: No estoy señalando una manera concreta de manifestar nuestra unidad. Señalo únicamente como los primeros cristianos comprendieron desde un principio que su unidad mística en Jesucristo les exigía muestras experimentables de una unidad visible para todos.
Nosotros tendremos que hacer otro tanto si deseamos ser signos e instrumentos de unidad. Pero que tampoco se trata solo una unidad externa, sino que además:
“Tenían un solo corazón y una sola alma”. Es decir, que tenían un mismo modo de pensar, de sentir y de actuar.
Finalmente, en Filip. 2, 1-11 encontramos la clave de la unidad. Nos dice San Pablo:
“Así pues, os conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión del amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. No hagáis nada por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores (es decir ‘por encima de’) a sí mismo, buscando cada cual, no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo: el cual, siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”.
El autor es miembro del Consejo de Coordinadores de la Ciudad de Dios.
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