Los héroes armados son los más famosos y honrados. Adornan muchas plazas y ocupan un sitial distinguido en los libros de historia. Los colegiales los honran como forjadores de la nación. Sin embargo, si examináramos con detenimiento quiénes son aquellos que más han contribuido a mejorar la humanidad, nos encontraríamos con una legión de hombres y mujeres, que sin hacer bulla y sin los resortes del poder, han consumido sus vidas sirviendo a los demás y transformando sus culturas.
Decía al respecto Unamuno que es una falacia reservar la frase, dio la vida por la patria, a quienes la dieron en el campo de batalla, “como si no diera también su vida por la patria aquel que la consume día a día en servicio de su cultura y su prosperidad”.
Uno de estos personajes es, precisamente, sor Emilia Rachela, la celebrada y recién fallecida “monjita pedigüeña”, quien dejó familia y patria natal —Italia— a los 25 años, para quemar el resto de sus restantes 65 al servicio de la educación de la niñez pobre nicaragüense. Personalmente la considero una santa y desearía ver abierta la causa de su canonización; ella siempre tan alegre, irradiando amor y pidiendo, siempre pidiendo con gracia e insistencia para sus obras de servicio.
Pero sor Emilia es, podríamos decir, la punta del iceberg. Una de las más recientes y notables miembros de un ejército que, desde los tiempos coloniales, e influidos por la mística cristiana, han auxiliado a los menesterosos y contribuido a moralizar la juventud y mejorar las costumbres —fundamento de la civilización—.
Casualmente, en los mismos años cincuenta llegó también a Nicaragua, desde la Villa de Foso, Italia, el padre Fabretto. Él fundó, en comunidades rurales de Ocotal y en barrios de Managua, los llamados Oratorios Festivos, en que albergaba niños y niñas huérfanos para educarlos y convertirlos en técnicos y hasta profesionales. Por eso le llamaron “Apóstol de la Niñez Nicaragüense”.
Y como ellos miles más. Desde el inicio de la colonia, hombres y mujeres poseídos por el mismo celo fueron decisivos en civilizar el continente. “Los indios se maravillaban”, escribe un testigo de la época, “de la perseverancia de los predicadores y más aún de su desprecio por el oro y la plata, que eran tan valorados por los españoles seglares”. Zumárraga, el arzobispo de México, describía así la vida de los franciscanos de su jurisdicción: “Reciben unas pocas limosnas; los religiosos viven en la mayor pobreza y es tan húmedo que todos quedan quebrantados por el reumatismo”.
Toda la educación de los indígenas, el establecimiento de los primeros hospitales, orfelinatos, albergues de peregrinos, la asistencia a los menesterosos y casi todo el esfuerzo por inculcar valores y producir personas de bien, ha sido obra, en nuestras sociedades, de religiosos y algunos laicos cristianos. Un libro de Jorge Eduardo Arellano, cabalmente titulado Héroes sin fusil (1998), describe los aportes de algunos. Entre ellos Gabriel Morales (el Maestro Gabriel), Elena Arellano, Josefa Toledo de Aguerri, el padre Dubón, sor María Romero, etc.
La obra de estos personajes y de otros que permanecen en la sombra, es tan inconmensurable como subestimada, a pesar de ser ellos los que han puesto los mejores ladrillos de nuestras bases sociales. Sus biografías y aportes deberían ser rescatados para conocer la historia de estos héroes que tanto bien hacen y tanta falta nos hacen. Es lo sugerido por el exdirector de Unesco, Federico Mayor: “Desplazar las guerras del lugar prominente que suelen ocupar en la historia de cada Estado para dar el protagonismo al hecho contrario: todas las experiencias de paz, cooperación y solidaridad”.
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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