El 15 de mayo de 2012, a las 11:00 de la mañana, los bandidos de las FARC atentaron contra mi vida. Lograron asesinar a mis dos escoltas —Rosenber Burbano y Ricardo Rodríguez— pero yo logré escapar de una muerte segura por inescrutable designio de Dios.
Los autores materiales fueron localizados y capturados. Quedó judicialmente establecido quiénes fueron ellos y ningún juez tuvo la curiosidad de averiguar quiénes los mandaron a cumplir su propósito criminal. Pero todos admitieron su vinculación con las FARC, por lo que ya estarán libres o ajustando los trámites para salir de la cárcel y sumarse a las Zonas Veredales, desde donde se prepararán para nuevas andanzas, viviendo a sus anchas, con todo gratuito: el techo, la comida, la ropa, la salud, la educación si la necesitaren, más casi tres salarios mínimos para gastos de bolsillo, un pago de enganche de dos millones de pesos y una promesa de doce más cuando den por terminado su proceso de reinserción, para desarrollar un proyecto productivo.
Así es la justicia en Colombia. Pero lo más grave es que ahora los verdaderos criminales, porque aquellos pobre diablos hacen lo que les enseñaron a hacer, y nada más, no están en la sombra sino gobernando a la nación. ¡Vivir para ver!
Me quisieron matar, ellos lo dicen en una larga sentencia de muerte que apareció en el campamento de Lozada, uno de los próceres de esta nueva Colombia, porque siempre apoyé las empresas, los gremios, el capital, y porque desde “La Hora de la Verdad” les hago mucho daño.
El papel de estos delincuentes está claro. Pero me sigue atormentando la duda del que jugó en el crimen el general Naranjo, hoy vicepresidente de la República. Llegó el primero a mi camilla en la Clínica del Country, pero no para apoyarme como lo hizo el general Palomino, sino para asegurarse de que estuviera cumplida la misión. Cuando tuvo la mala noticia de mi supervivencia, salió a los medios de comunicación para hacer lo que mejor sabe: desviar la investigación de las FARC a una supuesta extrema derecha que no existe.
Los elementos del atentado conservan plenamente su vigencia. Desempeño la misma tarea, que la SIP nunca destacó, obra de Enrique Santos Calderón, mantengo la misma línea y trabajo aún con más denuedo para que Colombia no caiga en manos de los amigos del general Naranjo, de Humberto de La Calle y de Sergio Jaramillo, los que ahora me acusan, los pájaros tirándole a las escopetas, de atentar contra la paz.
Las FARC andan en lo mismo. Ahora “Timochenko” se atreve a decir que estamos matando amigos suyos al menudeo y que pronto trataremos de matarlos a todos, como le ocurrió a la Unión Patriótica.
Vaya desvergüenza. “Timochenko” me acusa de parecerme a él y a sus compinches, que no han sabido otra cosa que matar a quienes discrepan con sus dictados y posiciones. Tendré que recordarles que jamás maté a nadie y jamás instigué a un colombiano para matar a otro. Lo mío es el mundo de las ideas, de los principios, de los valores. Las bombas, los balazos, los secuestros, las minas, el narcotráfico, las amenazas, las violaciones y los asesinatos son cosas que se las dejo, con horror, a quienes las practican.
Lo que veía venir hace cinco años. Lo que dije el mismo día en que los de la mermelada votaron como Ley Marco para la Paz, tiene plena y estremecedora vigencia. Solo que como lo advertimos muchos, los asesinos posan de pacifistas y los victimarios se disfrazan de ovejas.
Son ovejas fabulosamente enriquecidas con la cocaína, que siguen con el proyecto de la lucha de clases que declararon, por enésima vez en los
Llanos del Yarí y la dictadura del proletariado, por la que aspiran a esclavizar a Colombia como sus modelos Hugo Chávez y Nicolás Maduro tienen a Venezuela. ©FIRMAS PRESS
El autor es abogado y ex ministro del gabinete de Álvaro Uribe