La historia se escribe de relatos orales por los que la viven.
Unos por la emoción, inmadurez o fanatismo, la exageran o la minimizan. Omiten a propósito o involuntariamente sucesos de importancia. Es difícil narrarla en un estado neutral.
Describiré un relato que ya había oído de boca de mi tío abuelo Agustín Prío y que recientemente me lo contó otra persona.
Esa persona es una dama, sin intenciones de favorecer o perjudicar a nadie. Además de honesta, inteligente, profesional, con una posición económica envidiable y sin intereses en Nicaragua, vive en el exterior y no desea volver a Nicaragua.
Ella relata: “Estudiaba mi bachillerato en el colegio la Asunción de León. Vivía muy cerca del colegio y del comando militar en el año de 1959. Solía con un grupo de amigas colegialas más por curiosidad que por otra cosa, ver de cerca las protestas estudiantiles.
El 23 de julio de 1959 había una manifestación hacia el comando militar saliendo de la Universidad. Dicho comando quedaba a una cuadra al sur de la Casa Prío. En esa esquina, la guardia impedía el paso de los manifestantes. Intentaban los estudiantes llegar al puesto militar, esta vez por la calle más occidental dando vuelta por lo que ahora se conoce como zona rosa, bloqueando los gendarmes dicha esquina también.
Volvían los estudiantes a la calle original que viene de La Merced hacia el sur con sus gritos y consignas.
Caminaba yo con mis amigas de la Casa Prío hacia la Universidad a encontrar a los manifestantes que se dirigían de nuevo hacia la guarnición cuando el mayor Anastasio Ortiz me vio. Él se encontraba entre los guardias que bloqueaban la esquina formando un cordón entre lo que fue el Club Social y la Librería Recalde.
“Muchacha” me conminó, “váyase para su casa ya”.
Él me conocía por ser muy amigo de mi padre y con frecuencia nos visitaba en nuestra casa. —“Ya me voy”— le contesté asustada intentando regresarme por donde venía, pero me ordenó “por aquí no, váyase a dar la vuelta por atrás”.
Dicho esto, comenzó a dar órdenes que oía claramente. “Todos serenos. Nadie me dispara. Mantengan el arma para arriba. Cuidado me disparan” y luego le vi entrar al Club Social.
Me dirigí con mis amigas en uniforme de colegio, en dirección norte para dar la vuelta al poniente y regresar a mi casa abriéndome paso entre los primeros manifestantes. En eso estaba cuando oí un disparo que venía claramente del grupo de estudiantes que ya casi alcanzaban la media cuadra.
Hubo un silencio aterrador.
A continuación la guardia apostada comenzó a disparar sin misericordia sobre los manifestantes.
Sentí las balas rozando mi cuerpo que perforaron la nagua de mi uniforme y acto seguido un señor de apellido Herdocia me agarró del pelo y me metió a su casa. Acción que salvó quizá mi vida.
Alcancé a oír los gritos de un sargento que estaba detrás de la primera fila de guardias, ordenándoles que detuvieran el fuego sin resultados”.
El resto de la historia ya se conoce.
El mayor Ortiz era un hombre de intachable rectitud, militar de generaciones, casado con una dama de estimable reputación, con hijos pequeños y viviendo enfrente de la Universidad. Un hombre que amaba a León. Para él haber dado una orden atroz es casi inconcebible desde todo punto de vista.
Ese primer disparo que también lo testifican personas como el Capi Prío y otros guardias que vivieron los acontecimientos y que ya viejos relataron los hechos, fue el que indudablemente causó el desastre.
Historia parecida a la del domingo rojo en enero de 1905 en Rusia, cuando en una inocente manifestación frente al palacio del zar, hubo un primer balazo del lado de los que protestaban y donde estaba la mano peluda bolchevique.
¿Quién lo provocó, en León de Nicaragua? ¿Fue algún imprudente manifestante o un azuzador profesional infiltrado anarquista clásico de los comunistas?
No puedo decirlo.
Que lo juzgue nuestra dilapidada historia.
El autor es médico.