Orejas y narices
Hay dos personajes de nuestra historia especialistas el uno en cortar orejas y el otro en cortar narices. Déjenme hablarles de ellos porque muy poco se mencionan, a pesar que representan lo mejor y lo peor de nuestra historia. Héroes y criminales, familiares, amigos y enemigos mortales, beatos y asesinos sádicos: Manuel Antonio de la Cerda y Juan Argüello, responsables de la guerra fratricida más cruel de nuestra historia republicana, conocida como “La guerra de Cerda-Arguello”.
Santulón y sádico
No se vaya a creer que Manuel de la Cerda fue poca cosa porque poco se le menciona. Oficialmente, fue el primer Jefe de Estado de Nicaragua. Según el historiador José Dolores Gámez, era un santulón. Incapaz de robarse un centavo las arcas del erario. Ayunaba, hacía penitencia y se flagelaba con cilicio. No conoció más mujer que la que le dio la iglesia en matrimonio. Cerda fue primo hermano de Juan Argüello, segundo Jefe de Estado de la nación. Amigos de niñez. Compañeros de luchas. Ambos fueron enviados encadenados a España por rebelarse contra el imperio. Hasta aquí parecen buena gente. Pero el mismo historiador señala que el primero se regocijaba contando las orejas cortadas de los adversarios y el otro pedía las narices como prueba de las bajas o los prisioneros.
200 años
Los traigo a colación porque en cuatro años estaremos cumpliendo 200 años de supuesta vida republicana. De supuesta independencia. Y uno piensa que de aquellos años para acá todo comenzó a mejorar cuando, si nos fijamos bien, los Cerda Arguello se están repitiendo una y otra vez en distintas caras. Y a los que un día alaban en plaza pública como héroes, al otro día los repudian como asesinos. Y los que llegaron como revolucionaros pronto se volvieron dictadores. Los que fueron amigos se volvieron enemigos. Y parece que vivimos un ciclo sin fin del que nunca aprendemos las lecciones.
Patria
Debería darnos vergüenza llegar a los 200 años sin república, sin elecciones libres, sin separación de poderes, y con una familia atornillada al poder. Desde que se firmó el acta de independencia y estos señores comenzaron a cortar orejas y narices, hasta la guerra de los años ochenta hay una montaña de muertos apilados que debería espantarnos. Ríos de sangre corriendo. Gente buena, la mayoría, que murió creyendo que su sacrificio era para construir esa patria que nunca conocimos. Que morían por las generaciones venideras y ¡nosotros fuimos las generaciones venideras y no vimos esa patria! Y amigos, compañeros y familiares murieron a nuestro lado, y nosotros mismos estuvimos dispuestos a morir por esa patria para nuestros hijos y nietos que no llegó.
Elecciones y violencia
La salida es electoral. Es impensable a estas alturas estar creyendo que una salida violenta mejorará las cosas cuando ahí está la historia diciéndonos que las guerras y las matancinas, solo han servido para llevarnos de nuevo al punto de retorno. Sirven para llevar al poder a alguien igual o peor que el que se quitó a la fuerza. Pero no hay que confundirse. Una cosa es estar convencidos que no es por la violencia que se debe cambiar a un gobierno y otra es que un gobierno no deje más alternativa que la violencia para su cambio. Son cosas muy distintas. El hombre más pacífico del mundo se puede volver violento cuando no le dejan más alternativa en su vida. No son violentos quienes tumba a un gobierno abusivo y despótico que cerró toda posibilidad de cambio por las buenas. Los violentos serían, en todo caso, quienes apostaron a la violencia para abusar de los demás.
Dictadores
El bicentenario que se aproxima coincide exactamente con las próximas elecciones generales. Por su simbolismo, es una fecha que debería convocarnos a reflexionar y buscar un consenso como nación. Que los presidentes cumplan su mandato y se retiren. Que mueran en sus camas rodeados de sus nietos. Que no sigan muriendo como Anastasio Somoza Debayle, bazuqueado en Asunción, Paraguay, o Anastasio Somoza García, baleado en León, o José Santos Zelaya, en el exilio, o Manuel Antonio Cerda, fusilado en León, o, peor aún, Juan Arguello, que murió en Guatemala, exiliado, en pobreza y, según José Dolores Gámez, “no hubo una mano amiga que cerrara sus ojos, ni nadie que marcara su sepulcro a la posteridad”. Esa es nuestra historia de 200 años. Los caudillos, hombres fuertes o dictadores han incubado la violencia que luego acaba con ellos. Y ese es el ciclo vicioso que debería cambiar. Incluso, por el bien de ellos.