La frase fue acuñada durante la campaña electoral de Bill Clinton para enfatizar el papel de la economía en la crisis norteamericana de entonces. Hoy se aplica para destacar factores importantes que pocos ven. La traigo a colación ante el tema que abordé en mi anterior artículo; la asombrosa recuperación de Alemania y Japón tras la segunda guerra mundial.
Hay otros países con experiencias igualmente asombrosas. Se trata de los llamados “tigres asiáticos”, la mayoría pequeños, superpoblados y con pocos recursos naturales, que saltaron de la pobreza extrema al extremo desarrollo; como Corea del Sur, Taiwán y Singapur. Alrededor de 1950 el ingreso per cápita de estas naciones era igual o similar al de Nicaragua. Hoy, con cerca de veinte mil dólares per cápita promedio, es diez veces mayor.
El fenómeno ha intrigado a economistas y académicos. La mayor parte de ellos lo atribuyen a las distintas políticas económicas y sociales adoptadas por estos países. Muchos expresan perplejidad ante el hecho de que no todos estos países han seguido las rutas, pero todos coinciden en que han priorizado el desarrollo de sus recursos humanos a través de la educación. Una de sus mayores dificultades teóricas, empero, es explicar por qué estos saltos económicos no se han logrado reproducir en América Latina, aún cuando algunos de sus países han tratado de aplicar políticas similares a los asiáticos.
Como ocurre con todos los fenómenos sociales, y, en particular, con el tema del desarrollo, no hay un solo factor que contenga todas las repuestas. Pero sí hay algunos que no pueden ignorarse so pena de oscurecer la visión del todo. Uno de ellos, como afirmaba en mi artículo anterior, es el papel de la cultura. Así como los economistas deben analizar las políticas financieras, cambiarias y de mercado que caracterizan a los exitosos, antropólogos y sociólogos están llamados a estudiar los aspectos culturales que también suelen encontrarse, en distintas dosis, en las sociedades más prósperas.
Dentro del complejo de comportamientos que componen una cultura, un elemento sobresaliente en las naciones asiáticas es la fortaleza de sus familias. Por siglos han sido sociedades donde se concede una especial reverencia a los padres, donde los niños son sometidos a fuertes disciplinas, y donde los cónyuges suelen permanecer juntos. Son culturas que, vistas desde la perspectiva moderna o progre de hoy, pueden parecer “reaccionarias” o conservadoras; en cierta forma han sido y en buena medida siguen siendo familias patriarcales. Son también sociedades que conceden mucha importancia al mérito y la educación. En gran parte el origen de estos valores se remonta al filósofo Confucio, nacido más de quinientos años antes de Cristo, y cuya influencia modeló tremendamente la cultura de China y países vecinos.
Una de las consecuencias de estos valores es su cosecha de buenos estudiantes. En las universidades norteamericanas los orientales, siendo minoría, parecieran mayoría entre los estudiantes que reciben summa cum laude, o la máxima distinción. Y detrás de cada uno de ellos suele haber un hogar con un padre y una madre pendientes del progreso académico de sus hijos y sumamente exigentes.
Esto nos lleva a otro elemento que solemos descuidar a la hora que buscamos mejorar nuestros sistemas educativos, y es que la productividad de los mismos no solo depende de mejores maestros y currículos sino de estudiantes que quieran aprovecharlos —y que estos, a su vez, dependen en gran parte de padres que los apoyen y les exijan—. Lo predicaba Confucio y lo predica la Biblia. Por eso los judíos son, también, otra cultura particularmente productiva.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.