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La palabra que huye

No existe vacío más absoluto y aterrador que el de la página en blanco. El miedo a lanzarse a la nada tecleando la primera letra de una palabra

Las mesas de conversación literaria en el Festival Correntes d’Escritas celebrado en Póvoa de Varzim giran alrededor de versos sacados de las poesías de Sophia de Melo Breyner, la gran escritora portuguesa muerta en 2004.

“En el punto donde la soledad y el silencio / se cruzan como la noche y como el frío / esperé como quien espera en vano / tan nítido y preciso era el vacío…”, dice la estrofa de cuyo último verso he debido sacar mi propia reflexión.

No existe vacío más absoluto y aterrador que el de la página en blanco. El miedo a lanzarse a la nada tecleando la primera letra de una palabra. El intento frustrado que quedará lejos de lo que la idea busca decir. Entonces las tachaduras repetidas, las hojas arrugadas que llenan el cesto de papeles.

Robert Graves recuerda en Adiós a todo eso, el consejo del director del colegio que dejaba en 1914 para irse a la Primera Guerra Mundial: “tu mejor amigo es el cesto de papeles”.

Cuando viví en Berlín Occidental en los años setenta del pasado siglo, como escritor en residencia, me sentaba todas las mañanas del mundo frente a la máquina, dichoso de que una fundación benéfica me pagara solamente por escribir.

Me convertí entonces en el mejor cliente de la papelería de la esquina en mi barrio de Wilmersdorf. Enemigo de las tachaduras, sacaba del carro hoja tras hoja, que iban a dar al cesto que de manera tan fiel custodiaba mi trabajo a mis pies. Era porque pretendía la página perfecta de una manera doble: el párrafo exacto y, además, limpio ante el ojo.

Ahora, la página en blanco tiene en la pantalla de la computadora la misma pureza del papel. Pero ya no hay borrones innobles, no hay tachaduras que despiertan la ira reprimida que trae consigo digitar mal más de una vez.

Cada párrafo es visualmente puro porque el ojo no tiene pretexto para las inconformidades.

Pero es una perfección mentirosa, porque la página digital lo único que sabe es guardar falsas apariencias. Si dejáramos esa página sin reparos ni castigos, estaríamos andando por el camino de la mala escritura, aquella que pretende no necesitar nunca correcciones.

Y aunque corrijo muchas veces en la pantalla, en algún momento hay que imprimir esa página para llevarla al mundo real del papel, y entonces, empezar a corregir con el lápiz afilado, a luchar cuerpo a cuerpo con las palabras hasta el amanecer, como Jacob con el ángel, hasta derrotarlas, aunque terminemos descoyuntados.

Vladimir Nabokov explica este desajuste entre palabra e idea en La verdadera vida de Sebastián Knight: Hay que cruzar ese “abismo que se abre entre la expresión y el pensamiento”… “ninguna idea real puede decirse que exista sin las palabras hechas a su medida…”

Hacer que las palabras se acerquen lo más posible a las imágenes desplegadas en la mente. La palabra exacta, dice Flaubert. “Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la escogencia de las palabras”.

La palabra que calza como anillo al dedo. “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, dice Rubén Darío en un soneto, solo para lamentarse adelante: “Y no hallo sino la palabra que huye…”.

O como reclama Octavio Paz en Las palabras: “Dales la vuelta / cógelas del rabo (chillen, putas) / azótalas /… haz que se traguen todas sus palabras…”

La página en blanco está llena de sombras, de palabras fugitivas. Hay que buscar atraparlas, y eso significa atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido.

El autor es escritor. Lisboa, marzo 2019.
www.sergioramirez.com
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