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formas de mortalidad, poetas, Carlos Gadel

Esos molestos viejos vulnerables

Todavía a inicios del siglo pasado, el que llegaba a los cuarenta años se dejaba crecer la barba, y olvidaba impulsos y ardores juveniles. Ya no se diga una mujer que a los treinta no se hubiera casado, era declarada oficialmente solterona.

El personaje del cuento Una historia aburrida, de Antón Chéjov, ostenta el alto rango de consejero privado en la nomenclatura imperial, y todas las condecoraciones deseables. Se trata de anciano de sesenta años de edad.

Todavía a inicios del siglo pasado, el que llegaba a los cuarenta años se dejaba crecer la barba, y olvidaba impulsos y ardores juveniles. Ya no se diga una mujer que a los treinta no se hubiera casado, era declarada oficialmente solterona.

Una de las grandes proclamas humanitarias de la civilización moderna ha sido la conquista de altos índices de longevidad. En Estados Unidos la esperanza de vida en 1900 era de 47 años, cuando hoy es de ochenta. En medio siglo, aún América Latina ha ganado 25 años en expectativa promedio de vida, para situarse en 75 años.

A la misma edad del viejo de Chéjov, que a los sesenta siente que ha llegado el fin de su vida, fue que Cicerón escribió, veinte siglos atrás, su canto de cisne en De senectute. A ese anciano que mira reflexivo hacia el pasado como una forma de prepararse ante la inminencia de la muerte, desahuciado por sí mismo, se le encuentra hoy en el gimnasio.

Y puede servir como modelo de ropa deportiva, con un palo de golf en la mano. Y también las parejas felices de ochenta están en la publicidad, anunciando el Viagra, porque el sexo entra también en el catálogo de derechos restituidos.

Pero la pandemia del coronavirus hace que se establezcan nuevos parámetros para medir a los viejos, convertidos, de pronto, en una piedra en el zapato. Es el grupo de riesgo por excelencia, y de allí se tiende a extraer las más variadas y coloridas conclusiones.

O sacrificamos la economía, o sacrificamos a los viejos, se proclama. El vicegobernador republicano de Texas, Dan Patrick, lo dice sin andarse por las ramas: “Volvamos al trabajo, volvamos a la vida, seamos inteligentes, y aquellos de nosotros que tenemos más de 70 años, ya nos cuidaremos de nosotros. No sacrifiquemos el país”. Al menos, ofrece voluntario su pescuezo.

Este reclamo responde a una premisa general, tal como la enuncia Lloyd Blankfein, antiguo presidente de Goldman Sachs: “Las medidas extremas para rebajar la curva del virus son adecuadas durante un tiempo… pero destruir la economía, los empleos y la moral es también un asunto sanitario y afecta a muchas más cosas”.

Viene en respaldo suyo Dick Kovacevich, expresidente del Wells Fargo, quien propone dejar la cuarentena domiciliar: “Algunos enfermarán, algunos incluso puede que mueran, no lo sé”… ¿quieres sufrir las consecuencias económicas o el riesgo de tener síntomas parecidos a los de la gripe o una experiencia como la de gripe? Tienes que elegir.

Algunos morirán. Los viejos, ya sus cartas están marcadas. A los jóvenes no les pasará nada, un simple resfrío. Y si toda la población se contamina, mejor, será una vacuna.

A los viejos ya les tocaba de todos modos, es la ley de la selección natural; solo los más fuertes sobreviven. De allí que no tardarán en ser enlistados también otros seres humanos desechables, en aras del bien común.

Y eso me trae a la mente también esas armas de destrucción masiva, tan inteligentes que matan gente, pero preservan, intacta, la infraestructura. Para que nos demos cuenta que la economía es una cosa, y la gente otra.

¿Y la longevidad? ¿Y las nuevas cotas de esperanza de vida? Hay que olvidarse, y entregarnos todos, cuanto antes, a la normalidad de la muerte.
Mientras tanto, los viejos a escondernos.

El autor es escritor. Masatepe, abril 2020.

Columna del día Estados Unidos

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