Marvin Hernández no volverá a San Antonio Yaró. Allá todo está lleno de memorias y él no desea recordar la vida que tenía antes del lunes 23 de noviembre de 2020. La casita de tablas con sus tres cuartos, habitados por dos familias; su hermana Maritza alimentando a los pollos que picoteaban semillas en el patio; la parcela sembrada con maíz y frijoles que entre todos cuidaban y comían… Ese día lo perdió todo; porque si algo quedó, ya no lo quiere.
“Hermanita, ya no me meto a esos rincones”, dice con la voz triste y su acento de campo, desde el hospital capitalino donde su esposa Rosalinda González, de 19 años, yace intubada e inconsciente. “Es horroroso mirar adonde se fue el camión. Nosotros estábamos de donde se dio vuelta, una hora y veinte minutos más adelante”.
Recuerda que estaba contento, esperando a su esposa, que esa tarde volvía de parir en Waslala a una niña que nunca pudo tener un nombre. La bebé de tres días de nacida murió en el accidente, donde también falleció Dayaris Ochoa, de 13 años, hija de Maritza y sobrina de Marvin. Maritza, de 33 años, fue la víctima mortal número veinte, luego de casi una semana luchando por su vida en un hospital. La sepultaron ocho días después de la tragedia.
El campesino de 26 años pasó tres días buscando a su esposa y su hermana. Primero fue al hospital de Waslala; después hizo una pausa para enterrar a su “criaturita” y su sobrina; luego visitó el hospital de Matagalpa y revisó cuarto por cuarto, pero no estaban ahí. Entonces pidió el favor de que le mandaran fotografías de los heridos trasladados a Managua y reconoció a Rosalinda por los pies, la rodilla y la dentadura.
La última vez que la vio consciente fue el jueves 19 de noviembre, cuando ella viajó a Waslala para dar a luz a su bebé. Maritza la acompañó para cuidarla y llevó consigo a su hija, una adolescente morena de ojos vivaces y pelo negro, y a su niño de 10 meses, quien sobrevivió al accidente y por el momento está bajo la tutela de su familia paterna.
Antes de salir de casa, recuerda, Rosalinda le dijo: “Si algo me pasa, cuidá bien al niño”. Se refería al hijo mayor de la pareja y a una posible complicación en el parto; no a la desgracia que cuatro días después enlutó a las comunidades de Ocote Tuma, San Antonio Yaró, El Algodón y el municipio de Waslala, en el Caribe Norte del país.
Sobrecarga y peligro
El camino es angosto y el terreno sinuoso. Una trocha culebrea entre montañas a lo largo de los 32 kilómetros que separan Waslala de la comunidad San Antonio Yaró. Algunos pasajeros (se estima que viajaban sesenta en ese camión) se bajarían a mitad de camino, en Ocote Tuma; pero la tragedia ocurrió dos kilómetros antes de llegar a ese caserío.
Cerca de doscientos metros antes del sitio del accidente, en la cima de la cuesta conocida como La Tigra, el camión presentó “desperfectos mecánicos” y el chófer perdió el control. “Le fallaron los frenos al conductor, don Nataniel Álvarez”, informó más tarde, ese mismo día, la vocera, primera dama y vicepresidenta del régimen, Rosario Murillo.
A un lado de ese camino, justo en ese sector, se alza un enorme paredón natural y al otro se abre un barranco de unos treinta metros de profundidad. El conductor viró hacia el precipicio y el interior del camión se convirtió en un revoltijo de cuerpos humanos, hierros, tablones, bolsos pesados y sacos llenos de granos básicos. En poco tiempo se contabilizaron 17 fallecidos y 25 heridos.
Marvin, sin embargo, no le guarda rencor al conductor y tampoco al dueño del camión. No quiere cargar con resentimientos, dice. Suficiente tiene con el dolor de haber perdido a casi la mitad de su familia.
“Yo solo le dije al señor dueño del camión que le tiene que ayudar al niño mío y a mi sobrinito”, cuenta. Y asegura que la situación de alto riesgo que viven los lugareños cada vez que toman el transporte público mejoraría si le dieran mantenimiento a los vehículos.
“Son muy viejos y no les reparan los frenos. Por eso se dan esos accidentes y más en esa carretera tan incómoda que es”, lamenta.
Lo que para muchos fue solo una noticia triste que causó conmoción durante algunos días, para Marvin Hernández es el fin de la vida que conocía. Está decidido a irse de San Antonio Yaró, con su madre y el hijo que le quedó, un niño que va a cumplir dos años. Es el primero que tuvo con Rosalina, luego de que la pareja se conociera en un aula de clases. Él profesor (de educación de adultos), ella su alumna.
“Ya no, no, no. Ya no llego”, sostiene. “Voy a quedarme a vivir por un tiempo en Waslala y de ahí voy a ver para dónde me voy. Para no recordar donde estaba con mi hermana, mi sobrinita, mi señora…”.
Su cuñado, César Ochoa, venderá la tierra que era de Maritza. Dos manzanas que la familia sembraba para autoconsumo. Él también se quiere “salir de ahí”.
“Viera, yo me río, hablo, porque estoy haciéndole frente. Pero mi tragedia es dura. No siento mi corazón, pero qué voy a hacer…”, suspira Marvin, casi en un susurro. Y sigue haciendo guardia en el hospital, a la espera de que Rosalina le dé una esperanza.