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Carlos Bonilla, hoy de 31 años, con su mamá, María Teresa López Castro, cuando se graduó en un curso sobre derechos humanos. LA PRENSA/ Cortesía

La historia de Carlos Bonilla, tres veces condenado por la dictadura

Fue miembro de la Juventud Sandinista, pero se negó a ser paramilitar y se atrincheró en la Upoli. Desde julio de 2018 ha sido acusado por asesinatos, tenencia ilegal de armas y narcotráfico. En la cárcel, donde se prepara para pagar una tercera condena, espera que Nicaragua salga de la dictadura.

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En su minúscula celda de máxima seguridad en La Modelo, Carlos Bonilla suele practicar algo de ejercicio para desentumirse las extremidades, mantenerse en forma y no perder la cabeza. Sobrevive a base de cereales porque en la cárcel no hay forma de cocinar, solo los martes puede comer gallopinto cuando su familia se lo deja en una bolsa plástica en paquetería. Ha sido así desde hace muchos meses, porque en los últimos tres años ha estado preso la mayor parte del tiempo.

En 2018 abandonó las filas del Frente Sandinista y se unió a las protestas ciudadanas antigobierno, algo que lo convirtió en un blanco frecuente del régimen Ortega Murillo.

El 23 de julio de 2018 fue apresado por primera vez, luego de haber estado atrincherado en la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli), uno de los principales bastiones de las protestas en Managua. Lo torturaron y condenaron a 90 años de prisión, acusado por el asesinato del policía Hilton Manzanares y el asesinato en grado de frustración de otros cuatro agentes.

En esa primera ocasión estuvo 11 meses preso y fue excarcelado en junio de 2019, bajo la Ley de Amnistía aprobada por el régimen. Decidió entonces partir al exilio, para mantenerse fuera del alcance de esa fábrica de condenas que es el sistema judicial orteguista.

Pero regresó a Nicaragua el 15 de enero de 2020 porque quería estar con su única hija, que el 20 de enero cumpliría 10 años. No pudo. El día 18 fue capturado por segunda vez y condenado a doce meses de prisión por “tenencia ilegal de armas”. Bonilla cumplió la pena y tenía la esperanza de ver a su niña un día después de su cumpleaños número 11, el 21 de enero de 2021, cuando fuera liberado. Tampoco se lo permitieron.

Bonilla, de camiseta roja, el 21 de abril de 2018. Su familia asegura que durante las protestas él solo andaba morteros, no armas de fuego. LA PRENSA/ Cortesía

El propio 20 de enero el reo político fue acusado por tercera vez, ahora por el delito de tráfico de estupefacientes, psicotrópicos y sustancias controladas.

De acuerdo con esta nueva acusación, dos días antes de que Bonilla cumpliera su condena, guardias de la penitenciaría encontraron 35 gramos de cocaína en su camarote, cuando lo sacaron a tomar sol en el patio de La Modelo, a eso de las 8:10 de la mañana. La droga, dijeron, se hallaba en una bolsa plástica escondida en un agujero practicado en el concreto de la celda número 13. Él sostiene que la cocaína fue “plantada” mientras se encontraba ausente.

Su abogada defensora, Yonarqui Martínez, no fue informada. Intuyó que algo malo sucedía porque el 21 de enero Bonilla no fue liberado y al día siguiente, al hacer las indagaciones debidas, descubrió que ahora lo acusaban por narcotráfico.

Finalmente fue declarado culpable por del delito de almacenamiento de estupefacientes, poco después del mediodía de este 12 de marzo. La Fiscalía pidió 15 años de cárcel, más mil días multa.

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Orígenes

Carlos Bonilla nació en Managua el 16 de noviembre de 1989. Tiene 31 años. Creció en una familia de tres hermanos, encabezada por una madre soltera, doña María Teresa López Castro, quien trabajaba como doméstica para alimentar a sus hijos y mandarlos a la escuela. Él llegó hasta tercer año de la secundaria; abandonó los estudios cuando tenía 17 años, porque su madre enfermó y alguien debía poner pan en la mesa.

Trabajó de albañil, mesero, planchador de ropa en zonas francas y conductor. Para el 18 de abril de 2018 era ayudante en un camión repartidor de leche y también miembro activo de la Juventud Sandinista, a la que había pertenecido por muchos años.

Prácticamente se crió dentro del FSLN, pero no dudó en dejarlo todo para apoyar las manifestaciones ciudadanas cuando vio que turbas rojinegras agredían a los ancianos que salieron a protestar contra las reformas al Seguro Social.

Su madre estaba en la etapa final de un agresivo cáncer de estómago y eso también lo impulsó a salir a defender los derechos de los adultos mayores.

De acuerdo con parientes de Bonilla, el propio 19 de abril un militante sandinista del barrio llegó a reclutarlo como paramilitar; pero él se negó a reprimir las protestas y en lugar de eso se atrincheró en la Upoli.

En los siguientes dos meses solo llegó a su casa para tomar un baño y cambiarse de ropa, y en seguida regresaba a su trinchera. Mientras tanto, doña María Teresa se iba apagando y falleció el 10 de mayo, una tarde en que su hijo se encontraba en casa.

Cuando “cayó” la Upoli, Bonilla volvió a su barrio y ahí seguía cuando una patrulla llegó a buscarlo. Ese mismo día se había trasladado a una casa ubicada a cuatro cuadras de la suya, para despistar a los policías que —sabía— lo estaban siguiendo y, más tarde, mudarse a otro barrio. “Me quieren matar por no haber aceptado apoyarlos a ellos y ser un paramilitar más”, le dijo a su familia.

Los vecinos dieron aviso cuando se lo llevaron y sus parientes lo buscaron, sin éxito, en todas las estaciones policiales de Managua. “A los dos días nos dimos cuenta de que estaba en El Chipote por una foto donde salía desmayado en el suelo”, cuenta un familiar de Bonilla. “Estaba desmayado por la golpiza que le dieron, le echaron un balde de agua para que pudiera reaccionar, pero solo reaccionó cuando lo llevaron al Lenin Fonseca”.

En esos días de búsqueda su familia llegó a pensar que estaba muerto o que “lo habían ido a aventar a algún lado”, porque el régimen se ensaña de manera especial con aquellos a quienes considera “traidores”.

Bonilla cuando se hallaba en el exilio. LA PRENSA/ Cortesía

Asesinato de Manzanares

Su familia asegura que Bonilla nunca ha sabido usar armas de fuego y que en los primeros juicios jamás mostraron el arma en cuestión. “Hay fotos donde sale en las protestas y sale con mortero, no con armas”, sostiene un familiar cercano.

Para ellos, Bonilla es inocente de todo lo que se le ha señalado. De hecho, sostienen, cuando lo capturaron la primera vez él no tenía idea de cuál sería la acusación de la Fiscalía y fue el más asombrado cuando le imputaron la muerte del suboficial Hilton Manzanares, una de las primeras tres víctimas mortales de las protestas de 2018.

Según los testigos, Bonilla “realizaba disparos mientras hacía gestos de burla contra los agentes policiales” y dos de sus proyectiles alcanzaron a Manzanares, uno en la parte posterior del cráneo y otro en la zona alta de la espalda.
Bonilla, aseguraron los policías, tenía un tatuaje grande en el pecho y andaba de camisola. Sin embargo, sus familiares afirman que ese detalle no constituía una “seña” contundente, puesto que era fácil notar el tatuaje incluso cuando lo presentaron con el uniforme azul del sistema penitenciario.

Por otro lado, los disparos recibidos por Manzanares fueron hechos por una persona diestra, y Bonilla es zurdo, señaló en ese entonces su abogado defensor Uriel Galeano. A su juicio, los noventa años de cárcel que le impusieron en 2018 fueron “una absurda condena contra un inocente”.

La hija de Bonilla sabe que su padre está preso y que por eso no ha podido asistir a sus últimos dos cumpleaños. El pasado 21 de enero lo estuvo esperando y ahora está al tanto de lo que ocurrió. Cuando le preguntan por qué su papá está en la cárcel, solamente responde: “Por este Gobierno”.

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