Sentado en una roca, enciende su cigarrillo mientras clava la mirada en el horizonte. Le da un largo sorbo mientras lo apretuja entre los labios. Y luego otro y otro y otro. Cada uno como si fuera el último. Respira profundo y permanece ahí, casi inmóvil.
El humo se pierde entre las nubes que adornan el cielo. Mientras el calor le recorre los pulmones, un aire fresco sopla en la cima de la montaña de El Jalacate, en El Tisey, Estelí. Es el ritual de todos los días: descansa fumando luego de trabajar tres horas en sus esculturas, esperando a cualquier aventurero que llegue a visitarlo. Don Alberto Gutiérrez ha pasado los últimos 38 años en este lugar. Desde la cima vivió la guerra y el huracán Mitch. Solo.
Entrecierra los ojos y mil arrugas le adornan el rostro. Como si de un lienzo se tratase sus 76 años le han esculpido la cara y pintado de blanco el cabello. La cajetilla de cigarros y la taza de café que religiosamente consume a diario han hecho que sobre la boca su bigote sea una mata color café. La nicotina se llevó la mayoría de sus dientes. “El Ermitaño”, “El Escultor de la Montaña”, así se le conoce hoy. Esta es su historia.
SEÑAL DIVINA
Una baranda hecha de ramas es lo único que separa la cima de la montaña del abismo. Son 1,334 metros de altura sobre el nivel del mar. Adornados de musgos y flores hay dibujos tallados en piedras por todas partes: desde Fray Bartolomé de las Casas y Rubén Darío, hasta una escena del nacimiento de Jesucristo y las torres gemelas del World Trade Center. Según don Alberto nunca los ha visto y nadie se los ha enseñado. Ocasionalmente escucha noticias en su viejo radio y es así como imagina lo que quiere esculpir. Es en su mente que idealiza su próxima obra. Así empezó todo, con un sueño.
El día de su cumpleaños número nueve el pequeño Alberto recorrió el bosque en la montaña como usualmente lo hacía. Por la noche, regresó a su hogar y luego de que su papá se lo ordenara se dispuso a dormir.
“Ese día soñé que esculpía y hacía dibujos en las piedras”, cuenta Gutiérrez. Al principio no hizo caso al sueño. Fue hasta que tenía 11 años que se dio cuenta de su talento. En los pocos días que estuvo en la escuela recuerda que el maestro ordenaba que dibujaran, y él debía hacerlo en trocitos de cartón, porque no tenía cuadernos. “Yo no sabía dibujar, pero recordé aquel sueño que tuve y lo pinté”, cuenta el escultor. Sus profesores y compañeros quedaron impresionados y se enteró que debía cumplir ese sueño, que para él fue una señal divina.
Al mejor estilo de Hansel y Gretel, el cuento de los Hermanos Grimm, el camino está marcado por cientos de piedras esculpidas. Y a medida que lo recorre don Alberto va cortando los frutos que encuentra a su paso; aún recuerda las primeras veces que caminó por esos senderos, era solo un niño. La finca de cinco manzanas había pertenecido a sus abuelos, a sus padres, y hoy le pertenece a sus hermanos y a él. Desde que estaba pequeño le gustaba explorar en el bosque. Unos años después de que tuvo aquel sueño regresó para encontrar el lugar adecuado y “practicar el don que Dios le dio”.
“Había encontrado una roca y unos clavos que parecían cinceles artesanales en la construcción de un viejo puerto en el que trabajé y pensé que podían ser útiles para empezar”, cuenta. Llegó a la montaña entonces y se dio cuenta de que ese era el lugar: donde se admira a plenitud la ciudad de Estelí bajo el cielo nublado y entre el verde que baña las montañas a los lejos. Fue el 17 de octubre de 1977 que talló por primera vez. La fecha está inscrita en una piedra junto al resto de sus esculturas.
En ese entonces, era tiempo de guerra en Nicaragua, pero don Alberto se opuso a involucrarse. “Yo me escondía aquí trabajando las piedras. Aquí pasaban los sandinistas y los miembros de la guardia de Somoza y me decían que para qué estaba haciendo eso; eran mal portados, me trataban mal. Me decían: ‘Idiay vos hijuep…’ Pero yo no me podía mover de ahí porque había encontrado mi mural y estaba haciendo esta hermosura”, relata el escultor.
De las 6:00 a las 9:00 de la mañana don Alberto trabaja en su mural de piedras talladas. Las pinturas que utiliza las hace de plantas y piedras mezcladas con aceite. Todo es natural. Después de terminar el trabajo del día se sienta plácidamente en las rocas para fumarse unos cuantos cigarrillos y a esperar a los visitantes que han escuchado sobre él, quien ya es una especie de leyenda.
“Yo no me casé ni tuve hijos. Lo que yo voy a dejar de recuerdo para las otras generaciones son mis esculturas. Las que ya están hechas y las que voy a seguir haciendo”. Alberto Gutiérrez.
RECONOCIDO EN EL MUNDO
Su idea inicial no era darse a conocer en el pueblo, sino que la gente solo apreciara lo que hacía. “Yo quise ser ermitaño, pero me dejé ver por las primeras personas y ya después empezaron a llegar turistas de Nicaragua y todo el mundo”, explica don Alberto.
Los zapatos gastados y enormes que lleva puestos se los obsequió un turista australiano hace 16 años y desde entonces los usa. Se ha hecho amigo de cientos de visitantes que llegan buscando su “gran obra de cultura”.
Y al igual que sus admiradores, las esculturas tienen un toque cosmopolita que las caracteriza, pues en algunas rocas están plasmados camellos árabes, las torres gemelas de Nueva York, elefantes de la India y hasta boas de Brasil.
“Bienvenidos galería de esculturas”, repite al mismo tiempo que señala el rótulo que da la bienvenida a los visitantes. Sonríe tiernamente mientras observa su nombre ahí escrito. Aún está aprendiendo a leer y a escribir, nadie le enseña, nadie le explica, según él, todo sale de su imaginación.
“Les voy a contar desde el veinte para que vean cómo desarrollo mi lenguaje: 20, 19, 18, 17…”, continúa hasta llegar al cero. “Si yo me sé las tablas de multiplicar de memoria”, dice, antes de empezar a recitar a toda velocidad la tabla del 10. “Sin libros, sin nada, solo con escuchar la mente mía aprendo”.
DÍAS DE ESCULTOR SOLITARIO
Su casa no mide más de seis metros cuadrados. Está hecha de unas cuantas tablas enclenques y adentro no tiene más que una cama que ocupa la mitad del espacio, cuyo colchón son pequeños trozos de cartón y unos viejos harapos que la cubren. También hay una mesa improvisada: hecha de trozos de plástico viejos y cartón: un radio, vasos, y una fotografía que cuelga de un clavo a punto de caerse. En la foto se le ve joven, relativamente. No recuerda hace cuántos años se la tomaron. Eso sí, siempre con un cigarro en la boca. Diario camina un kilómetro hacia la venta para comprar su cajetilla de cigarros. Ese es su único vicio.
Fue alcohólico durante algunos años, pero logró dejar el vicio gracias a su trabajo. Hay plantas de café también. En su hogar tiene un molino que utiliza para moler los granos del café que siembra.
—¿De qué vive usted?
—De las ayuditas que me dejan los turistas que vienen a visitarme. Me dejan dinero, lo que ellos quieran y con eso compro las cosas que necesito.
—¿Y cuando no viene nadie?
—Pues me toca alimentarme de la tierra, de todos los frutos que he sembrado aquí en el bosque.
Don Alberto no tiene dificultades para subirse de un solo salto a un árbol para cortas naranjas dulces, tampoco para hacerlo en uno de mango, de aguacate o de limones. En todo el sendero que lleva hasta la cima de la montaña tiene toda clase de árboles frutales y flores. Este, más que su lugar de trabajo y la única forma que tiene de ganarse la vida, es su hogar, su santuario.
“Este es mi jardín del Edén, mi paraíso. A veces me acuesto en estas bancas a reflexionar. He hecho esos agujeros que recogen agua para que los pajaritos vengan a tomar. Me gusta ver a los animales, yo hablo mucho con ellos”, dice.
—¿Qué es ese ruido?
—Son las cascabeles que andan por ahí. No se asuste si, a mí no me hacen nada, ya me conocen. Aquí hay una cueva donde viven unos coyotes. Ahorita creo que no están —dice, al momento que muerde una naranja recién cortada.
“Estas frutas son sabrosas porque son de oxígeno puro. Aquí el aire es cristalino, no tiene contaminación”, dice. Su vida es la naturaleza, por eso tiene 26 años de no ir a la ciudad, a Estelí. “La última vez que me hicieron ir fue porque me dijeron que me iban a reconocer mi labor cultural. Me prometieron unos muebles y por eso me fui, pero solo me dieron una placa con mi nombre”, dice.
Aunque tres hermanos y una hermana viven a unos cuantos metros de donde él, casi no se relaciona con ellos. Es tímido. Y aunque constantemente recibe visitas, aún le cuesta hablar con la gente. Cada vez que habla y recorre el sendero repite cientos de palabras a toda velocidad, cuando termina dice casi de forma automática: “Eso es todo, muchas gracias a ustedes pues”.
—¿Y el resto de su familia?
—No sé, nunca los veo. Y seguro no me reconocen porque ya estoy viejo.
—¿Y sus hijos?
—Yo no me casé, ni tuve hijos. Lo que yo voy a dejar de recuerdo para las otras generaciones son mis esculturas. Las que ya están hechas, y las que voy a seguir haciendo. Mi mamá nos insistía en que buscáramos a nuestras novias, pero yo nunca tuve habilidad para enamorar… el que va a ser soltero, va a serlo sin importar lo que haga, por eso yo decidí ser un ermitaño en la montaña.
EL TISEY
La finca El Jalacate es una herencia de los abuelos de don Alberto Gutiérrez.
Para llegar, debe tomar la Carretera Panamericana y girar en un desvío en el kilómetro 135, luego seguir hasta llegar a la reserva natural El Tisey y después de unos cuantos kilómetros está ubicada la finca
El Jalacate, donde habita el escultor.