Como ha sido tantas veces destacado, en los medios de comunicación tradicionales (periódicos, televisión, radio), hay pocos “emisores” de información y opiniones, y muchos “receptores” de las mismas.
En las condiciones de medios de comunicación tradicionales la censura resultaba fácil para los gobiernos autoritarios, como tantas veces lo hemos visto en nuestra historia: se trataba de censurar a pocos, muy pocos “emisores” de ideas, opiniones y noticias. Y en cierta forma lo estamos viendo con el gobierno autoritario de Ortega, en que no hay censura formal pero sí de hecho: habiendo comprado la mayoría de canales de televisión, negando la cobertura de actos oficiales por los pocos medios independientes u opositores, limitando el acceso democrático a la publicidad, usando arbitrariamente la concesión de licencias del espacio radioeléctrico, forzando la autocensura, haciendo papel mojado de la ley de acceso a la información pública, etc.
Pero con las nuevas tecnologías de información y comunicación (TIC), más conocidas como redes sociales, cada ciudadano con acceso a las mismas puede ser un “emisor” de información y opiniones, y además con acceso instantáneo a muchos miles de “receptores” que, al actuar en red, multiplican casi hasta el infinito el acceso y difusión de información y opiniones.
De ahí que el intento de, con cualquier pretexto, censurar a las redes sociales, sea absolutamente inútil, salvo que se decida adoptar el modelo de países como China, Cuba y Corea del Norte, entre otros y que son muy pocos, en que la única posibilidad de los ciudadanos es suscribirse a plataformas TIC de servicios estatales previamente censuradas, y/o con acceso limitado a ciertas búsquedas y temas. Y si este fuera el caso, el gobierno entraría en choque directo con Movistar, Claro y otras proveedoras privadas de servicios, contrariando frontalmente la economía de mercado, y estimularía aún más temas como la Nica Act, entre otras reacciones internacionales.
Diferente es el caso en que la evolución del derecho penal y de las TIC hayan generado nuevos tipos penales, como el ciberacoso y las violaciones a la privacidad, pero que en su naturaleza estricta no son diferentes a las injurias y calumnias, entre las muy pocas restricciones democráticamente aceptadas a la libertad de expresión. En este contexto, y lo hemos visto por la reacción ciudadana frente al intento de censurar las redes sociales, el gran temor es a la represión política cuando los órganos de investigación, supervisión y control, y de administración de justicia, carecen de toda independencia frente a un poder autoritario.
El intento de justificar la censura a las redes sociales, más allá de tipicidad penal muy específica y de medios probatorios absolutamente objetivos, amén de la independencia de los órganos de investigación y justicia, es extremadamente peligroso. Es el caso de figuras tan antiquísimas como los anónimos, que han sido objeto de la literatura y el anecdotario popular, tratando de descubrir entre las sombras de la noche a quienes deslizaban debajo de los zaguanes y puertas documentos sin identificar al autor. El límite de los anónimos no estaba en descubrir al autor, sino en la credibilidad de lo afirmado en los mismos. Y lo hemos visto recientemente en las redes sociales, cuando se imputan actos de corrupción creíbles, aunque el “emisor” se cubra en el anonimato.
El intento de censurar a las redes sociales es, entonces, además de inútil, peligroso.
El autor es economista.