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¡Un vergonzoso golpe!

Lo que ocurrió en Washington el 6 de enero, cuando una turba de incondicionales de Donald Trump asaltó al Capitolio, no debería de sorprender a nadie. Es consecuencia de un proceso que inició hace cinco años cuando Trump se lanzó como precandidato a la presidencia de los Estados Unidos (EE. UU.) y se dedicó a la búsqueda y permanencia en el poder a como diese lugar.

Trump destruyó a sus contrincantes republicanos durante las primarias a punta de mentiras e insultos groseros.

Siguió el mismo guión para derrotar a Hillary Clinton en 2016, y sus cuatro años en la Casa Blanca fueron más de lo mismo. Trump se rehusó a respetar los parámetros de gobernabilidad estadounidenses. Más bien “marcó a su territorio” como el macho alfa que él se cree ser, imponiéndosele a su equipo interno —incluyendo al vicepresidente Pence— mientras “vulgareaba” a los líderes de la OTAN, los aliados más importantes de EE. UU.

Trump acertó en algunas cosas como la reducción de regulaciones y la carga tributaria en la economía. Pero también sembró, dividió y polarizó al pueblo estadounidense, y fracasó en su desafío más grande: el manejo del Covid-19.

El logro más importante de Trump fue cultivar un “conecte” especial para con norteamericanos blancos de clase media, con poca formación académica y viviendo, sobre todo, en zonas rurales. A estos le prometió “hacer a América grande otra vez”, consigna que significaba volver al país a lo que fue en los años cincuenta del siglo pasado cuando el número de inmigrantes —especialmente de otras razas y religiones— era poco. Este vínculo estrecho con su base hizo a Trump el rey y señor del Partido Republicano. ¡Se convirtió en lo que en Latinoamérica llamamos un caudillo!

Desde sus primeros días en la Casa Blanca, Trump anunció que sería reelecto salvo que le robasen las elecciones. Y al perder contra Joe Biden en noviembre por más de ocho millones de votos, Trump no vaciló en atribuir su derrota a un masivo fraude electoral. Esta mentira solo se la tragaron sus incondicionales. Más de cincuenta demandas interpuestas por Trump y sus operadores fracasaron en los tribunales estadounidenses, incluyendo la Corte Suprema, a pesar de los muchos jueces que él mismo nombró.

En su desesperación, Trump jugó su última carta. Llamó su gente a marchar a Washington para interrumpir la certificación de la victoria de Biden por el Congreso, un paso que estipula la Constitución norteamericana. Acudieron a la invitación miles de trumpistas, y después de ser arengados por el presidente la mañana del miércoles, estos se tomaron el Capitolio e interrumpieron temporalmente la certificación.

Durante este triste episodio de terrorismo y anarquía, murieron cuatro personas. Por otro lado, los “trumpistas” destruyeron a costosos equipos de periodistas a quienes ellos tildaron de “enemigos del pueblo” —a como suele describirlos su líder—.

Estemos claros, lo que vio el mundo por televisión fue un vergonzoso intento de golpe de Estado promulgado por el propio presidente Trump, quien se ha dedicado a socavar la democracia en su país desde que llegó a la Casa Blanca. Y démonos cuenta que la democracia es frágil, que tiene que ser cuidadosamente cultivada para prosperar, aún en EE. UU.

El autor es un estudioso de la política estadounidense.

Opinión Capitolio Donald Trump Hillary Clinton
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