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Reminiscencias

CARTAS DE AMOR A NICARAGUA

Querida Nicaragua: Cómo poder describir la profunda quietud, el silencio casi aterrador, la soledad más inquietante, sin el más leve ruido en una tarde de martes santo a las tres, en la calle solitaria que va de la esquina de nuestra casa hacia la Iglesia Parroquial en Ciudad Segovia (Ocotal). A unas cien varas sobre la calle muy blanca, en ese tiempo bellamente arenosa, una viejecita con su tapado negro camina hacia el templo. En el barrio parece que todos duermen, pero no; hacen silenciosas labores porque en los días grandes no es propio hacer trabajos pesados, ni ruido alguno en algún taller, ni andar a caballo lo que era usual al comienzo de los años cuarenta, ni bañarse en los ríos, ni andar en los montes tirando conejos con huleras como acostumbrábamos los cipotes.

Quise ir a la iglesia donde por lo menos estaba la viejita de esta historia, pero me detuve cuando pensé que iba a estar solo, frente a la imagen del Nazareno, cuyo rostro producía en mí, junto a la adoración del caso un repelo en todo el cuerpo. La imagen la tengo grabada en mi mente desde niño, es la figura del Nazareno flagelado por los soldados romanos, su rostro moreno era, y es, la viva estampa del dolor, los ojos miran perdonando a la humanidad, su nariz filosa deja ver la sangre que viene de la frente y su boca, entreabierta, amoratada y doliente parece que quiere decirnos algo. Siempre sentí una atracción sagrada por aquella imagen, pero al mismo tiempo un miedo terrible de estar frente a ella sin que hubiese muchos fieles alrededor.

Llegué hasta el atrio del templo y luego me regresé ya sin ningún temor hacia el silencio de la calle y de nuestra casa solitaria donde opté por leer el último Eco de Segovia, el primer periódico de la ciudad, fundado por el recordado monseñor Nicolás Antonio Madrigal.

Esta historia la entienden los hombres que ya pasamos los ochenta, porque los jovencitos de hoy no podrán entenderla jamás. Para ellos la Semana Santa ha sido siempre el paseo, la playa, la música, el baile y para algunos el licor. Muchos de ellos tal vez vieron de lejos alguna procesión, pero nada más, y mucho menos impresionarse con una imagen como la del Nazareno de mi pueblo. Y no crean que solo era en los pueblos lejanos. En la Managua de antaño, y en León y Granada, igualmente reinaba el silencio y era prohibido hacer escándalos y armar bailaderas con orquestas como si estuviesen en las fiestas de agosto. No. El mundo de antes era otra cosa y en los días grandes, la Semana Santa, las familias estrenaban sus trajes y los señores iban a las procesiones vestidos como verdaderos caballeros católicos, de riguroso traje negro como si fueran a la más solemne de las recepciones. Y eso eran las procesiones, reuniones solemnes a las que asistía toda la familia.

Todos los años recuerdo, y los hombres y mujeres de mi edad igualmente deben recordar aquellos días silenciosos y llenos de soledad y amor familiar, días de comer sardinas en lata, curbasá, alimentos y dulces preparados de antemano, tamal pizque, cuajaditas ahumadas, mantequilla de costal, maduro horneado, y otras delicias. Aquellos tiempos son difíciles de olvidar porque en la mente de los niños las imágenes se quedan para siempre, y nosotros éramos niños y recordamos cuando se respetaba a los sacerdotes, a las personas de mayor edad y, sobre todo, a las cosas santas. Benditos aquellos y estos tiempos.

El autor fue candidato a la Presidencia de Nicaragua.

Opinión
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