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Despedida al director de la ANL

La Separadora de Amigos —como se denomina a la Muerte en Las mil y una noches— se ha llevado al director de la Academia Nicaragüense de la Lengua (ANL): Francisco Arellano Oviedo (Granada, 14 de noviembre, 1941-Managua, 24 de abril, 2021). Pero él era más que un amigo y para mí casi un hermano. En efecto: compartíamos abuelo paterno y no era un Arellano más, sino un miembro representativo de la tradición literaria de nuestra familia, remontada a una bisabuela, doña Leandra Cabistán, autora del autosacramental El hombre sin sombra.

Como Arellano auténtico, Francisco poseía una fibra religiosa, atesorada de una viva fe que lo condujo a su vocación de salesiano. En seminarios de San Salvador y Guatemala se formaría intelectualmente, tornándose en un devoto de María Auxiliadora y en un novicio familiarizado con el latín y el griego. Tal vez exagere. Pero estoy seguro que, de no haber decidido interrumpir su carrera eclesiástica a los 30 años, habría culminado en la conducción de una diócesis y acaso hubiera recibido la suprema distinción de un capelo cardenalicio, al igual que su maestro y amigo Miguel Obando y Bravo.

De manera que Francisco Arellano Oviedo (FAO) optó por el estado seglar para realizarse intensa, ordenada, plenamente. Todos conocemos sus logros como docente (a nivel de primaria, secundaria y de universidad), como administrador educativo en instituciones superiores, editor de libros y revistas, ensayista e incluso crítico de pintura, poeta y autor de cuentos y piezas teatrales. A este respecto, su hoja de vida fue reveladora y relevante. Así, obtuvo varios reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional Rubén Darío de 2005, convocado en la rama de teatro, con su obra Catoblepas (nombre de un animal mítico: cola escamosa de serpiente, cuerpo de búfalo, patas de hipopótamo y reducida cabeza de perro).

Se trata de un autosacramental de la modernidad impreso por su editorial Pavsa y prologado por Alejandro Serrano Caldera, quien aseguró: “Veo en la obra de Arellano Oviedo el esfuerzo de la Razón en el reconocimiento de Dios, sin desconocer, en ningún momento, la existencia del mundo, no como opuesto, ni como la antítesis que niega y contradice, sino como la síntesis que concilia e integra la diferencias”. Catoblepas mereció dicho premio por su temática trascendente y a la vez cotidiana, por su naturaleza de teatro de tesis resuelto en lenguaje literario y plástico, por las alturas y argumentaciones teológicas en las que alcanza profundidad y belleza, por su aporte —en fin— al desarrollo del teatro como escritura en Nicaragua. Gladis Ramírez de Espinoza, Socorro Bonilla Castellón y Julio Valle-Castillo suscribieron esa justa valoración.

También conocimos su rol de jefe de clan familiar, su capacidad de trabajo cotidiano, trato marcado por la cordialidad y juicio ecuánime, entre otras virtudes. Y más, sobre todo, su labor al servicio de la Academia Nicaragüense de la Lengua —primero como secretario y luego como director— a lo largo de un cuarto de siglo. Mucho tiempo más lo tuve de compañero en múltiples tareas culturales y no solo desde finales de 1994, cuando Enrique Peña Hernández y yo propusimos su candidatura para incorporarse como miembro de número de nuestra Academia, siéndolo a partir del 26 de mayo de 1995. Desde entonces, FAO resultaría un elemento clave para renovar nuestra Casa en estrecha colaboración con la Real Academia Española, como todos sabemos.

Más, mucho más podría hablar de mi primo hermano. Pero estas cortas palabras laudatorias las concluiré diciendo que su abolida presencia no será tal, pues su ejemplo y guía nos estimulará para seguir en espíritu unidos a él, en espíritu y ansias y lengua.

El autor es miembro (secretario) de la Academia Nicaragüense de Historia y Geografía

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