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Trump y el bosque incendiado

Donald Trump está acostumbrado a que su entorno lo obedezca ciegamente y que sus deseos se cumplan contra viento y marea. Fueron muchos años conduciendo sus negocios a su manera y vociferando “Estás despedido” en The Apprentice, el reality que le proporcionó la fama mediática que impulsó sus ambiciones políticas.

Desde que Trump llegó a la Casa Blanca ha pretendido moldear a su antojo las instituciones en las que hasta ahora se ha cimentado la democracia en Estados Unidos, pero ese hueso es más duro de roer que los entresijos de sus manejos empresariales. En realidad, su intención de hacer dinamitar el establishment político se hizo patente en el momento en que dio el pistoletazo de salida en su aspiración presidencial, difamando tanto a sus contrincantes republicanos como a su oponente demócrata Hillary Clinton. Con feroz entusiasmo, en aquel entonces respaldó la investigación que el FBI inició a pocos días de las elecciones presidenciales sobre los emails enviados desde el servidor de su adversaria. Ya se sabe que no se hallaron evidencias de criminalidad, pero James Comey, que estaba al frente de la agencia, consideró relevante una pesquisa que influyó grandemente en la derrota de Clinton en 2016.

Bien,  hoy el expresidente repudia aquella medida que tanto aplaudió y vio necesaria por el bien de todos. Tras perder en las urnas contra Joe Biden, Trump se llevó de la Casa Blanca un buen número de cajas que presuntamente acabaron en algún sótano de Mar-a-Lago, su mansión en la Florida. Con su proverbial desdén por las tradiciones, protocolos y normas de gobierno, al parecer se creyó con derecho a quedarse con los documentos que todo exmandatario ha de entregar a los Archivos Nacionales por su valor histórico y por tratarse de material clasificado y altamente sensible.

Lógicamente, desde hace meses las autoridades federales han intentado que Trump devolviera lo que no es suyo. En vista de que ha ignorado citaciones judiciales y que podría haber ocultado más cajas con documentos clasificados de las que se tenía conocimiento, el fiscal general Merrick Garland dio el visto bueno para solicitarle a un juez de la Florida permiso para una orden de registro que se otorgó fundamentada en causa probable de delito.

Desde que se produjo el operativo del FBI el exmandatario y su entorno han contado su versión de los hechos. Como era de esperar, no han perdido tiempo en diseminar que el FBI habría “plantado” evidencias. Se avivaban nuevamente los resortes de los extremistas que pretendieron dar un golpe de Estado el 6 de enero de 2021 en el Capitolio. El ala radical del partido republicano ya habla de que estamos abocados a una “guerra civil”.

En el ámbito político Trump tiene una clara vocación de pirómano. El legado de sus cuatro años de presidencia ha sido el de un fuego mal contenido para cargarse el proceso democrático a fuerza de repetir la mentira de que hubo “fraude electoral”. Y en su papel de falsa víctima dio un portazo llevándose documentos con intenciones que invitan al desvelo. Por lo pronto, el Washington Post ha publicado que, según fuentes cercanas a la investigación, se buscaban papeles relacionados con armas nucleares.

A Donald Trump le gusta jugar con fuego, sobre todo si los demás se queman en la hoguera por él. Muchos de los golpistas del 6 de enero están cumpliendo condenas. Sin ir más lejos, mientras el fiscal general le explicaba a la nación que no tiene reparos en que se dé a conocer la orden de registro, un seguidor del expresidente que marchó hasta el Capitolio el 6 de enero moría abatido en Cincinnati tras intentar atacar con un rifle de asalto unas oficinas del FBI. Así maniobran los pirómanos con tal de que los árboles no nos dejen ver el bosque incendiado.

La autora es periodista.

*Twitter: ginamontaner

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