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Dios mi Papito querido

Cómo entender cuando Jesús habla de Dios como su Papito querido (Tim.6,9). Para Jesús, Dios no es el siempre vengativo, sino el que siempre ama, porque es Padre. No es el que siempre nos espera en la bajadita para cobrárselas, sino el que siempre perdona, porque es Padre y como Padre bien ama.

No es el que espera impaciente que volvamos a Él, sino el que sale a nuestro encuentro, porque es Padre y ama. No es el que nos rechaza con desprecio, sino el que siempre tiene los brazos abiertos para recibirnos, porque es Padre y ama.

No es el juez que guarda nuestros expedientes  para echarnos en cara más tarde o más temprano, nuestros pecados, sino el que hace fiesta porque de nuevo estamos en la casa, porque es Padre y ama.

No es el que condena para siempre, sino el que siempre nos brinda una nueva oportunidad, porque es Padre y ama.  No es el que nos hunde con complejos de culpabilidad, sino el que siempre tiene una palabra de aliento y de ánimo, porque es Padre y ama.

Con el evangelio de hoy se derrumban de sus altares tantos ídolos que nos hemos fabricado y se pone en su lugar el único Dios verdadero, el Dios de Jesús, el Abba, el papi querido que siempre nos mira con amor.

Dios, nuestro Padre es Fiesta, porque es Padre, es vida y da la vida. Donde está la vida está Dios: “Dios no es Dios de muertos” (Mt.22,32).

Donde hay vida, existe la fiesta. Cuando la vida se malogra y se deteriora, la fiesta desaparece. No hay fiesta cuando la oveja o la moneda se han perdido. No hay fiesta, cuando la vida del hijo se pierde y se muere, o anda por malos pasos.

Pero la fiesta llega y se comparte, cuando lo perdido se encuentra y la vida se recupera: El pastor “lleno de alegría”, dice a sus amigos: “Alégrense conmigo porque he encontrado la oveja pérdida” (Lc.15,5-6).

La mujer dice a sus amigas: “Alégrense conmigo porque he encontrado la moneda pérdida” (Lc.15,9).  El padre, “enternecido y cubriendo de besos al hijo” que vuelve a la casa, dice a los criados: “Comamos y hagamos una fiesta” (Lc.15,23).

El hijo mayor que piensa con la lógica de la razón, pero no con la lógica del corazón como el Padre, se opone a la fiesta. No entiende de amor y, por eso, tampoco entiende de perdón. El Padre tiene que decirle: “Hijo, era necesario hacer fiesta y alegrarse porque este hijo mío estaba perdido y lo he encontrado; estaba muerto y ha resucitado” (Lc. 15,32).

La alegría de una vida que se recupera, que se rescata, que vuelve de nuevo a ser vida, se desborda hasta llegar al cielo mismo. El cielo se contagia de la alegría del Padre (Lc.15,7.10). “Una alegría compartida se transforma en doble alegría.”

Solo Dios sabe lo que vale la vida, porque es Padre y ama. Solo los padres saben lo que vale la vida: Por eso les duele, cuando la vida de un hijo se pierde por caminos falsos; pero se llenan de una profunda alegría cuando el hijo vuelve y se reencuentra, de nuevo, consigo mismo y con los suyos. Esa es una alegría que contagia a toda la familia.

Por eso lo pasan muy mal, cuando un hijo malogra su vida con las drogas y el alcohol o cualquier otra cadena; pero se llenan de una profunda alegría, cuando ven que su hijo querido ha roto todas esas cadenas que le impedían vivir. Esa alegría es una alegría que contagia a toda la familia.

Nosotros mismos sabemos, por experiencia, la alegría que conlleva el haber dejado todo aquello que estaba perjudicándonos a nosotros mismos o a nuestra familia. Nuestra alegría es una alegría que contagia.

Cuando experimentamos que Dios es “Abba”, Papito querido, experimentamos que Dios es Amor y, por eso, perdón que termina en fiesta. Abrazo que nos hace sentir cercanos y, por eso, termina en fiesta.

Oportunidad que siempre está a la orden y, por eso, termina en fiesta. Aliento, ánimo, paz y, por eso termina siempre en fiesta.

El autor es sacerdote católico.

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