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Gracias a Dios no es democrática

¿Convendría que la Iglesia fuera democrática? Para responder hay que repasar primero lo que es la democracia. En resumen, es una notable invención humana, cuyo objetivo es dotar a las sociedades terrenas con gobiernos subordinados a la voluntad popular. El soberano en ella, el poseedor y origen de todo poder, es el pueblo. Las autoridades derivan sus potestades de él y no hacen más que representarlo y defender sus intereses. Si no lo hacen el pueblo soberano puede quitarles el poder y traspasarlo a otros a través de elecciones.

La democracia tiene también legisladores que, en representación del mismo pueblo, hacen y deshacen leyes. Estas determinan, a través del voto, lo permitido y lo prohibido, lo justo y lo injusto, lo cual puede variar radicalmente de una administración a otra y exige una amplia libertad de opinión.

Imaginemos por un instante que la Iglesia hubiese imitado este modelo. En dicho escenario los católicos votarían por los papas u obispos más cercanos a sus preferencias. Unos podrían decir, “votaré por Javier porque dice que no es pecado masturbarse”, otros por Félix, “porque es bien risueño y campechano, aunque no sea muy versado en teología”. Tras las elecciones sería probable que los derrotados organizaran alguna clase de oposición. Luego habría que someter a votación los principios doctrinales de la Iglesia: que decida la asamblea del pueblo católico si Cristo está o no presente en la eucaristía; que si el matrimonio debe o no ser indisoluble.

No es difícil imaginar que una organización así no habría perdurado ni siquiera un siglo. La Iglesia hubiese sido arrastrada por las corrientes de la época, en lugar a no conformarse con ellas, como exhortaba Pablo. Se hubiese escindido en mil tendencias y caído en la anarquía doctrinaria. Pero no fue creada así. Siguió otro modelo; el que decidió su fundador.

La Iglesia no tiene nada que ver con una democracia secular. No es una institución civil sino religiosa. No fue inventada por hombre alguno sino por Jesucristo; es de origen divino. Su objetivo no es administrar los asuntos de ninguna sociedad terrena sino transmitir el mensaje de salvación de Cristo. Para lograrlo Él no creó una asamblea de votantes, sino que invistió de poder y plena autoridad a una sola cabeza para que, junto con sus sucesores lo representara y extendiera su reino: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”.

Quedó así establecida una estructura jerárquica y un magisterio vertical cuyas enseñanzas doctrinales son obligatorias para quienes se consideran católicos. Enseñanzas que no provienen del voto popular, sino del esfuerzo de la Iglesia de transmitir con absoluta fidelidad las verdades reveladas por Dios y su hijo Jesucristo. El apóstol Pablo lo advirtió: “Mas si aún nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. (Gal. 1, 8-11).

Esta defensa de la ortodoxia incambiable y de la autoridad pontificia ha sido la clave de la unidad y permanencia de la Iglesia católica. Milagroso es cómo, a pesar de la corrupción de algunos papas antiguos, ninguno ha contradicho las enseñanzas oficiales de la Iglesia en materias doctrinales. El católico cree que esto se debe a una protección especial del Espíritu Santo, expresado en el dogma de la infalibilidad pontificia. (Cabe advertir, que esto solo opera cuando el Papa declara algo “ex cátedra”, es decir, en forma solemne y oficial. En controversias opinables, como por ejemplo en temas ecológicos o políticos, un laico puede discrepar legítima y respetuosamente de sus opiniones. Mas no en verdades de fe). Cuando cada cristiano se siente con libertad de interpretar las escrituras, como ocurre con los protestantes, cada cual se convierte en un papa, estallando la fragmentación en multitud de sectas. No así en la Iglesia católica, apostólica y romana, que hoy constituye la única institución que ha permanecido básicamente íntegra por más de dos mil años.

Su secreto no ha sido la calidad de sus miembros sino su carácter divino y el diseño de su fundador, quien, en su sabiduría infinita, no la quiso democrática, es decir, sujeta a la voluntad cambiante de los hombres o de los pueblos, sino jerárquica, es decir, sujeta en perpetuidad a la guía y dirección de su vicario, Pedro y sus sucesores.

Humberto Belli es sociólogo, historiador, y autor del  libro Buscando la tierra prometida. Historia de Nicaragua 1492-2019. Disponible en librerías y en Amazon.

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