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El orgullo pierde, la humildad salva

En la parábola de la oración en el templo (Lc 18,9-14), Jesús hace una dura crítica al orgullo ciego y absurdo y un excelente canto a la humildad.

En la parábola aparecen dos actitudes muy diferentes ante la vida: la actitud orgullosa del fariseo y la actitud humilde del publicano, dos actitudes que nos hacen ver que orgullo y humildad no van cogidos de la mano.

El fariseo jamás puede recibir la gracia de la salvación porque ya se cree salvado. El publicano, al darse cuenta su propio pecado, se pone en camino de la salvación. Dios está de su parte.

 El fariseo se las echa de lo que no es (Lc.18,11), vive de la pantalla, tiene puesta una careta para no darse cuenta de la verdad de su pecado; por eso, está incapacitado para convertirse. El publicano no le teme a mirarse a sí mismo, tal cual es; es sincero ante sí mismo y ante Dios (Lc.18,13); por esa sinceridad llega a darse cuenta de que tiene que cambiar de vida y da el primer paso: pedir el perdón (Lc.l8,13). Dios está de su parte.

El fariseo es un orgulloso y autosuficiente: no necesita de Dios; él mismo se hace dios. El publicano se ve pobre y necesitado y se acerca con humildad al único que le puede sacar de su miseria: Dios. Dios está de su parte.

El fariseo es un arrogante: se cree la última pepsicola del desierto; por eso se hace odioso ante Dios y ante los hombres. El publicano, es la sencillez personificada; por eso se hace amable ante Dios y ante los demás. Dios está de su parte.

 El fariseo no tiene corazón, y si lo tiene, no lo utiliza (Lc.18,11); mira a los demás con desprecio; por eso, sale del templo con más pecado (Lc.18,14). El publicano ni juzga ni condena a los demás; solo se juzga a sí mismo y, por eso, sale del templo justificado (Lc.18,14). Dios está de su parte.

 El fariseo no va a la oración para encontrarse consigo mismo y con Dios, sino para echárselas ante Dios y ante los demás de lo que no es; por eso, su oración es falsa y termina siendo una ofensa a Dios, a sí mismo y a los otros.

 El publicano, sin embargo, va a orar con sinceridad ante el padre Dios y en la oración se encuentra con Dios, consigo mismo y con los demás; por eso su oración es eficaz, Dios está de su parte.

 El fariseísmo constituye siempre una amenaza para la sociedad, para uno mismo y, por consiguiente, para la comunidad cristiana. Una sociedad, una comunidad, una vida no puede subsistir: engañándose a sí misma y aparentando lo que no es.

Unos esposos no pueden jugar a engañarse porque, más tarde o más temprano, ese matrimonio se destruirá. Unos jóvenes no pueden estar jugando a la mentira y al engaño; ese juego es muy peligroso y les pueda hacer caer en errores muy lamentables.

 Una comunidad cristiana no crece si la fe no va unida a las obras, si se vive de apariencia y superficialidad. Pues más vale un minuto de vida franca y sincera que cien años de hipocresía.

 Para vivir en la verdad, Jesús, nos dice que solo “la verdad nos hará libres” (Jn.8,32). La humildad, que es la verdad, duele, pero solo la humildad salva. La mentira y el orgullo condenó al fariseo y la verdad y la humildad salvó al publicano.

El autor es sacerdote católico.

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