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Dispuestos a cambiar de vida

Cada experiencia de encuentro con Jesús lleva consigo la disposición a un verdadero cambio de vida.

Fue toda una experiencia para aquel jefe de publicanos llamado Zaqueo, pero también lo fue para su familia que recibió a Jesús, lográndose así una conversión familiar; además de haber sido también toda una experiencia para los apóstoles que tuvieron el atrevimiento, junto a Jesús, de entrar a la casa de un publicano aceptando ser criticados por los “buenos judíos”, lo mismo que su Maestro lo iba a ser.

Cuando Jesús iba atravesando la ciudad de Jericó, Zaqueo quería conocerlo. Seguramente había oído hablar de los milagros de Jesús, pero también del contenido de su enseñanza, quizá guardando la esperanza y la disposición de un posible cambio de vida. (Lc 19,1-10).

Nunca pensó en que aquel hombre de Galilea fuese Dios encarnado, pero oía decir que se trataba de un gran profeta, tal vez el Mesías. Como era bajo de estatura la gente no le permitía ver, por lo que corrió delante de la multitud y se subió en un árbol, para ver a Jesús cuando pasara por ahí.

Este hombre se subió a un árbol, y seguramente no fue el único que subió a un árbol o a un techo, aunque al parecer era el más necesitado y dispuesto a un cambio de vida. (Lc 19,4).

Cuán grande debe haber sido la sorpresa de Zaqueo cuando Jesús al pasar, se detiene, lo mira llamándole por su nombre y le dice: “Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa” (Lc 19, 5). Jesús “tiene que hospedarse”, porque quiere dar una gran lección a quienes lo observan para criticarlo, así como una gran enseñanza a quienes lo siguen para imitarlo.

Hay que tener presente que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.

Eso es lo que le pasó a Zaqueo; su curiosidad por ver a Jesús ya era un llamado en su interior, el subirse a un árbol fue su respuesta contundente; lo demás ya lo hizo Jesús en aquel encuentro.

Solo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y referir todo a uno mismo, y poco o nada a los demás. Cuántos llamados cristianos habrá que no se han encontrado con Cristo, que les hace falta el reencuentro con su amor.

En ningún momento Jesús regaña a Zaqueo ni le echa en cara su comportamiento, pero por la amistad que Jesús le demuestra, este cae en la cuenta de lo que debe y quiere hacer para liberarse del mal, correspondiendo a la amistad del Señor; entonces le dice: “Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más” (Lc 19, 8). Del convencimiento del amor de Dios viene el arrepentimiento y la conversión.

Cuánta gente alejada de Dios se mantiene en su estado de vida porque se autocondena o porque los demás los condenan y señalan. Es por eso que para buscar la conversión de los pecadores no podemos ir con la espada desenvainada de la condena, sino con la propuesta del amor de Dios, con la comprensión y dulzura de una madre, pues evangelizar se trata de ser portadores del amor paternal de Dios como hijos suyos. Pues Jesús ha venido a salvar lo que estaba perdido. (Lc 19,10).

Ya lo decía el Libro de la Sabiduría: “Te complaces de todos, y aunque puedes destruirlo todo, aparentas no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de arrepentirse… Tú perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, que amas la vida…” (Sab 11, 22 – 12, 2).

También lo proclamamos en el Salmo 144: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar”.

El autor es sacerdote católico.

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