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Preparemos el camino del Señor

Los cristianos somos marianos, pues en el momento secreto de la historia en el que María fue concebida sin pecado original, es un momento maravilloso, único en la historia de la humanidad, pues era el modo con el que Dios preparaba el cumplimiento de sus promesas hechas a Israel por medio de sus profetas. Recordemos que el plan salvífico en la mente de Dios se remonta en la eternidad de su ser.

Del renuevo que brotará del tronco de Jesé, un vástago que florecerá de su raíz. Recordemos que Jesé fue el papá de David, el segundo rey en Israel, el cual se convirtió en un rey icónico, figura del futuro Mesías. Era una profecía sobre Jesús, descendiente de David, gracias a José, que fungió como padre de Jesús, pues en Israel era el padre quien señalaba la ascendencia de cada niño. (Is 11,1)

El espíritu del Señor se posará sobre aquel niño. Fijémonos que “espíritu” fue escrito con minúscula, pues todavía no había sido revelado el misterio de la Santísima Trinidad, pero es también una profecía sobre el Espíritu Santo que ungiría al descendiente anunciado con sus dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios, a los que la Iglesia ha añadido la ciencia, con la cual se completan los siete dones, con su sentido de plenitud. (Is 11,2). El reconocimiento de este don está fundado en los pasajes del Nuevo Testamento donde se afirma que el Espíritu es quien nos enseña todas las cosas (Jn 14, 26; 1 Jn. 2, 27; Lc. 12, 12).

Tengamos en cuenta la justicia con la que este descendiente de David defenderá al desamparado y al pobre, así como el valor con el que reprobará tanto al violento como al impío. Por eso aclamamos nuestra esperanza: “Ven, Señor, rey de justicia y de paz”. (Sal 71).

Se expresa la misión del Mesías diciendo: “Saldrá en defensa de tus pobres y regirá a tu pueblo justamente… Al débil librará del poderoso y ayudará al que se encuentra sin amparo; se apiadará del desvalido y pobre y salvará la vida al desdichado”. (Sal 71,12-14).

Y aunque pasemos por dificultades no nos desesperarnos ante las realidades tristes de las que somos testigos. Dice San Pablo: “Todo lo que en el pasado ha sido escrito en los libros santos, se escribió para instrucción nuestra. A fin de que, por la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza” (Rom 15, 4).

Y también en este tiempo, aparece San Juan Bautista como “la voz que clama en el desierto”, quien con su predicación nos ayuda a prepararnos para la venida del Señor recordándonos: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos” (Mt 3, 3). Su mensaje es muy exigente pues llamaba a todos a reconocer sus pecados y a recibir aquel bautismo de penitencia que anunciaba nuestro Bautismo.

Su mensaje era escuchado con mucho respeto por su testimonio auténtico de pobreza y austeridad, con lo que les hacía ver, y hoy nos hace ver también, lo superfluo de tantas cosas que tenemos o deseamos tener, siendo así que lo que realmente importa es recibir al Mesías.

Era muy duro contra los fariseos y saduceos que se acercaban a él, quienes creían ser los mejores judíos, por lo que les echaba en cara con firmeza diciéndoles: “Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham” (Mt 3, 9). Ante esto yo me pregunto: ¿Cuál puede ser hoy nuestra ilusión, aquello en lo que creemos que podemos confiar y que nos impide dar muestras de verdadera conversión?

Nosotros que ya hemos sido bautizados “en el Espíritu Santo y su fuego”, como anunciaba Juan el Bautista, ¿ardemos de veras en el amor a Dios, en el amor a nuestra Iglesia, en el amor a nuestro prójimo? Ojalá que sí, pues ese calor y esa luz del amor, es el mejor calor y luz para esta Navidad.

El autor es sacerdote católico.

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