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Militarismo

La existencia de un ejército en un país no atenta contra la democracia ni impide su desarrollo, lo que atenta contra un país es el “militarismo”, una enfermedad endémica de los países latinoamericanos. El militarismo puede enunciarse como el predominio de la gestión militar en la política de un país.

El origen del militarismo en Latinoamérica nace del culto a los héroes militares. Fuimos conquistados por militares, el rechazo a la conquista fue epopeya de caudillos indígenas militares y en la época de la independencia se escribieron las gestas gloriosas de los bolívares y sanmartines, de los sucres y los morelos y de tantos otros que fueron deificados por nuestros pueblos.

Ganadas las guerras independistas, los héroes y sus laureles debieron haberse retirado a sus hogares como lo hizo José de San Martín, pero otros empujados por sus pueblos se convirtieron en gobernantes y las toscas manos hechas para la espada y la lanza más que para la pluma, (salvo honrosas excepciones) se dedicaron: unos, a pergeñar engendros de leyes, otros a copiar leyes ajenas a nuestra idiosincrasia o a despropósitos gubernamentales, queriendo gobernar pueblos como gobernaron ejércitos. Ello produjo el militarismo, patología que se ha transmitido de generación en generación y aún subsiste en nuestros días y ha creado especímenes tan conocidos, como Trujillo, la dinastía de los Somoza, Pinochet, Noriega, los Ortega- Murillo y la antihistórica permanencia de la sucesión del tirano militar por antonomasia, Fidel Castro Ruz.

En Nicaragua podemos decir que, desde nuestra independencia hasta la Guerra Nacional, vivimos en completa anarquía, el militarismo quitaba y ponía presidentes. Hasta los gobiernos de los “treinta años” surgió el civilismo, pero concluidos estos se reinició el militarismo, con la temible dictadura sangrienta del general José Santos Zelaya, la dictadura dinástica de la familia Somoza, la primera dictadura totalitaria del FSLN y después de un pequeño lunar democrático, la nueva dictadura militarista del matrimonio Ortega-Murillo.

El artículo 134 de la Constitución del 93 dice: el ejército “está instituido para asegurar los derechos de la nación”. O sea que los derechos de los nicaragüenses no estaban tutelados por las leyes sino por el arbitrio del poder militar, ese militarismo ya no desapareció de las siguientes constituciones, diría que más bien se agravó porque en el decreto 565 del 8 de noviembre de 1934 se le dio a la Guardia Nacional funciones de Policía y culminó en los años ochenta con el establecimiento del Estado-Partido-Ejército establecido por el Gobierno Sandinista, que aún persiste.

Lo fatal del militarismo y que lo hace contrario a la democracia, es que convierte al ejército en una casta privilegiada: fueros especiales, colonias especiales, seguros propios, hospitales, bancos y una organización vertical descendente, según lo establece el artículo 144 de nuestra Constitución, que manifiesta que el Presidente de la República es el jefe de las fuerzas armadas. A nadie escapa lo peligroso que es el militarismo para la democracia, ya que el ejército depende la voluntad de una sola persona y más aún si está enquistado en el gobierno, cuando se suele nombrar militares activos o retirados en importantes cargos públicos, administrativos, judiciales o diplomáticos o se les permite ser deliberantes, en cuyo caso es el verdadero gobierno.

Nuestro Ejército tiene su propio capital, pero además está incluido en el Presupuesto General de la República, consume, pero no produce, hay que dar permanente mantenimiento al poderoso equipo militar que se nos acaba de mostrar, hay que preparar al elemento humano que lo maneja. Todo lo anterior es demasiada carga para el país más pobre de la tierra firme del continente americano. Hay que reducir el tamaño del ejército, que sea verdaderamente no deliberante e impedir que se convierta en una casta, diferente a todos los otros nicaragüenses, el uniforme militar debe ser un uniforme de trabajo y no el distintivo de una élite llena de privilegios.

El autor es abogado.

Opinión Daniel Ortega dictaduras Pinochet Somoza
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