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Un plan peligroso para la justicia de Estados Unidos

Publio Valerio Publícola, uno de los cuatro militares romanos que derrocó la monarquía y forjó la República Romana, tiene la distinción adicional de haber sido el seudónimo (“Publius”) que emplearon los tres arquitectos del modelo de gobierno en EE. UU. Al escribir El federalista (o Los ensayos federalistas), una serie de 85 ensayos redactados entre 1787 y 1788, Alexander Hamilton, James Madison y John Jay se propusieron la tarea de tratar de persuadir a los ciudadanos de Nueva York a que ratificaran la Constitución nueva que reemplazaría los Artículos de la Confederación, un esquema débil que no logró preservar la cohesión nacional.

Después del fracaso de los Artículos de la Confederación, la carta magna original (1777-1789), los fundadores estadounidenses tenían claro que el poder político había que dividirlo y establecer un mecanismo de balance y monitoreo mutuo entre las tres ramas (ejecutiva, legislativa y judicial) para evitar un leviatán federal o que una rama adquiriera la supremacía sobre las otras. Hamilton argumentó, convincentemente, que el poder judicial era el más débil, ya que “no tenía influencia sobre la espada o la billetera…” (El federalista No. 78). Al considerar que esta no podía recaudar o dispensar fondos ni comandar ejércitos, la rama judicial había que despolitizarla lo más posible. Las recomendaciones hamiltonianas incluían: la tenencia permanente de los jueces federales, la independencia absoluta de las cortes y la capacitación para declarar una ley inconstitucional. Esta última facultad, el control de la constitucionalidad (“judicial review”), sería el arma más potente para resguardar los derechos del soberano, el pueblo, si el congreso emitiese una ley o el presidente una orden ejecutiva, que excediera los límites constitucionales.

El caso emblemático de Marbury vs. Madison (1803) fundamentó el control de la constitucionalidad. Esto estableció el precedente histórico que ningún congreso o presidente podría sobrepasar la Constitución, aunque fuera con legalidad procesal y contara con la legitimidad del apoyo del soberano (los gobernados). Esto es la base de un Estado de derecho. Pese a lo que sentenció Hamilton de que la rama judicial era la más débil, la evidencia empírica ha demostrado que una decisión jurídica puede tener enormes consecuencias. En cuanto a la protección de libertades básicas, el Tribunal Supremo se puede convertir en la autoridad de último recurso para resguardar los derechos preeminentes (Ley Natural). Una rama judicial activista que legisla en vez de interpretar la ley, sin embargo, es un peligro olímpico. La estabilidad del número de jueces que componen la corte más poderosa de la nación, debe ser un constante y no un mecanismo para maniobrar ajustes en los escaños con propósitos ideológicos.

Con el arribo del tercer juez nombrado al Tribunal Supremo por Trump, el curso de acción anunciado por el Partido Demócrata a es abultar el Tribunal Supremo con más jueces, de izquierda por supuesto, para así contrabalancear la mayoría conservadora, neutralizar la prudencia jurídica y descabezar el control de la constitucionalidad que impediría, con certeza total, cualquier intento de 1. concluir con el Colegio Electoral.

La Constitución de EE. UU. es cierto que no proporciona una directriz en cuanto al número de jueces que pueden presidir en la corte más importante del país. Es más, también es verídico que es el congreso quien decide en el número de jueces. La estabilidad que ha caracterizado a las democracias anglosajonas, sin embargo, ha sido el papel tan predominante que tiene el ejercicio de la prudencia para la reforma y la dependencia legal en el principio del precedente. Desde 1869, han sido nueve los jueces que han presidido el Tribunal Supremo. Por buena razón eso ha sido el caso. El ensayo democrático más exitoso en la historia ha sido el estadounidense. Eso no ha ocurrido por casualidad, sino por causalidad. El mejor complemento a un modelo de autogobierno con soberanía popular es ese que logra edificar una sociedad virtuosa y para eso se necesitan parámetros morales y prácticos que limiten las imperfecciones humanas. Madison, en El federalista No. 51, aludió a ese entendimiento al decir “Si los hombres fueran ángeles, no haría falta un gobierno. Si ángeles fueran a gobernar a los hombres, no sería necesario controles sobre el gobierno, ni externos, ni internos”.

Hoy escuchamos a los socialistas del Partido Demócrata, abiertamente, pedir la guillotina sistémica y empaquetar la corte. Lo que están solicitando es matar la autonomía de la rama judicial. Esto sería el fin del imperio de la ley, la desaparición de un Estado de derecho. En su lugar, habría un “gobierno por la ley”. El comunismo soviético, el maoísta y el castrista, todos tuvieron y tienen una legalidad que dictaminó o rige su despotismo. Ese fue el caso también con Alemania nazi. El proceso al holocausto fue “legal” y seguía al pie de la letra la legalidad aprobada por la rama legislativa y validada por las cortes cómplices.

Separando los grados de perversión que diferentes modelos absolutistas apliquen, lo invariable es que cualquier sistema político sin una rama judicial independiente y una separación de las instituciones del poder real, no puede permanecer siendo una sociedad libre. Cuando Hamilton nos dijo que la rama judicial era la más “débil”, puede ser que lo que quiso fue alertarnos a la urgencia de defenderla en todo momento de liberticidas que vendrían con propuestas siniestras.

El autor es politólogo, escritor, director de Patria de Martí y The Cuban American Voice. Conferenciante y comentarista en los medios. Natural de Cuba, vive actualmente en EE. UU.

Opinión Estados Unidos Partido Demócrata
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