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John Locke y el Estado democrático

Entre los padres de las ciencias políticas sobresale el aporte del pensador inglés John Locke, quien con su obra: “Segundo tratado sobre el gobierno civil” (1689) puso las bases del Estado democrático moderno y constitucional. 

Para juzgar la influencia de su pensamiento baste señalar que en el texto de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la primera democracia moderna, se pueden advertir varias de las formulaciones de Locke contenidas en su antes mencionada obra.

Los estudiosos de Locke lo reconocen también como pionero en cuanto al reconocimiento de los derechos humanos y la defensa de la libertad de expresión. El propósito fundamental de Locke fue proponer una organización política que evitara, a la vez, los extremos del absolutismo y el caos social. Tal organización es el Estado democrático constituido, en resumen, sobre las bases siguientes: 

1— Todos los hombres son libres e iguales por naturaleza y tienen, por ello, el mismo estatus político. 2– Cada persona tiene derecho a su libertad, a la vida y a la propiedad, y debe respetar estos derechos en los demás. 3– Un gobierno será legítimo solo si goza del apoyo de la mayoría. 4— El poder del Estado se divide en legislativo y ejecutivo. (El pensador francés Montesquieu agregó más tarde el poder judicial en su obra El espíritu de las leyes (1748).  5— El poder legislativo radica, en última instancia, en el pueblo. 6— Los ciudadanos tienen el derecho de rebelarse contra el gobierno si este hace mal uso de su poder. 7— La comunidad decide, por decisión de la mayoría, qué forma de gobierno desea darse. Puede ser una monarquía constitucional o una democracia republicana.

Un siglo antes, en el polo opuesto, tenemos al florentino Nicolás Maquiavelo, a quien le correspondió actuar como consejero de la acosada República de Florencia en la que abundaban los desórdenes políticos. En su obra El Príncipe (1513) sostiene que la política nada tiene que ver con la moral. César Borgia es su modelo de príncipe, que debe mantener su poder sin reparar en lo moral o inmoral de sus acciones, teniendo como propósito principal no el bienestar de sus súbditos sino la conservación e incremento de su poder personal a cualquier costo. 

Al final de sus vidas, Maquiavelo había perdido su prestigio. En cambio Locke era  célebre y muy respetado por sus contemporáneos. Hoy día prevalece el criterio de que la política es el servicio al bien común y que la política no debe estar divorciada de la moral. Cuando lo está, se degrada a simple politiquería ejercida por personas sin escrúpulos. La función del político debe ser primordialmente servir. La política debe asumirse como el compromiso con el bienestar de la polis.  Elegir el camino de la política implica, entonces, elegir el camino del servicio. Cuando política y ética van de la mano, se revaloriza su ejercicio y se vuelve atractiva para quienes desconfían de los políticos.

Si bien la acción política busca alcanzar el poder, cuando ella está inspirada en principios éticos la búsqueda del poder no se agota en el poder mismo sino en la capacidad de dar respuestas a las justas demandas de la ciudadanía, en el contexto del pleno respeto a los derechos humanos.

La relación entre ética y política no solo atañe a quienes ejercen el poder desde los órganos del Estado sino también a los militantes de los partidos políticos, empresarios, comunicadores sociales y a la ciudadanía en general, desde luego que todos debemos participar en la política, así entendida. No es válida la dicotomía entre una ética pública y otra privada. La ética pública y la ética privada deben responder a un mismo referente valórico.  De esta suerte, es tan antiético el empresario o la transnacional que corrompe como el funcionario que se deja corromper.

Pero la ética tiene también una dimensión global. Hoy día la defensa de los derechos humanos trasciende los límites del Estado Nacional y se transforma en responsabilidad de la comunidad mundial. El sueño de quienes no estamos dispuestos a renunciar a la utopía, es que el siglo XXI sea el siglo de la ética. Para que esto suceda, es preciso construir una modernidad ética, que mantenga los valores del humanismo y de la igualdad de derechos entre todos y cada una de las personas, subordinando el poder económico y político a los valores de la ética a nivel universal. 

Se trata, entonces, de alcanzar un nuevo pacto social mundial, que no se agote, como el “Contrato social” roussoniano, en el reconocimiento de los derechos políticos del ciudadano frente al Estado, sino que proclame a todos los seres humanos como protagonistas y beneficiarios principales del desarrollo humano sostenible y reduzca las tremendas asimetrías que a nivel planetario aún subsisten. 

El autor es jurista, académico y escritor

Opinión
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