14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

“No me dejen solo”

“Si un miembro del cuerpo sufre, todos los demás sufren también; y si un miembro recibe atención especial, todos los demás comparten su alegría”. Son palabras de San Pablo (1 Cor. 12:26-28) que nos recuerdan que todos debemos ser solidarios con quienes sufren. Palabras que deben hoy resonar fuerte en los oídos de los cristianos de Nicaragua y de todo el mundo. Porque son muchos los católicos nicaragüenses que sufren persecución.

En la historia del país esta es la tercera —y en vías de convertirse en la peor— ola represiva contra la Iglesia. En 1881 un presidente conservador, Zavala, expulsó a los jesuitas, pero respetó al resto del clero. La primera gran embestida antieclesial la protagonizó Zelaya (1893-1909): prohibió el uso de sotanas en público, confiscó bienes de la Iglesia, expulsó dos veces al obispo Simeón Pereira Castellón, cerró en 1905 el Seminario y expulsó una veintena de sacerdotes. Luego vino un período de paz.

Durante la dinastía de los tres Somoza (1936-1979) las relaciones fueron cordiales con los primeros dos y tensas con el último, Anastasio Somoza Debayle. Varios obispos y prelados adoptaron una actitud beligerante. Rotundas cartas pastorales y homilías denunciaban violaciones de derechos humanos, desaparición de campesinos, y abusos del régimen. Sacerdotes abiertamente partidarios de la revolución sandinista, como Ernesto Cardenal y Miguel Escoto, entraban y salían libremente de Nicaragua. Incluso, durante la fase final de la guerra civil (1979) la Conferencia Episcopal llegó a sacar un comunicado legitimando la insurrección armada. Pero ni antes ni después ningún obispo fue expulsado, ningún sacerdote fue arrestado y ningún medio de difusión de la Iglesia fue cerrado.

Todo cambió con el primer gobierno del FSLN (1979-1990). El régimen, en colusión con un sector de la Iglesia afín a la neomarxista teología de la liberación, trató de dividirla anteponiendo la llamada “Iglesia Popular”, aliada del Gobierno, a la Iglesia jerárquica o “de los ricos”, encabezada por el arzobispo Obando. La primera fue favorecida y la segunda perseguida: trampas contra sacerdotes, como el caso de monseñor Carballo y el padre Luis Amado Peña, censura a los medios de difusión católicos, confiscación de bienes, ataques de turbas, expulsión de diez sacerdotes, de un obispo, y un gran etcétera.

Mas en sus tribulaciones los obispos no estuvieron solos. En 1982 Juan Pablo II escribió a la Conferencia Episcopal defendiendo la unidad de la Iglesia ante las pretensiones de la iglesia popular, y luego, en 1985, en una maniobra hábil para defender al vilipendiado arzobispo Obando, le nombró cardenal.

En 1988 les escribió otra carta en que junto a mensajes de aliento decía: “La Iglesia en Nicaragua espera igualmente que pronto se puedan reincorporar a su anterior trabajo pastoral los sacerdotes que fueron sacados del país. También espera poder recuperar cuanto antes todos aquellos bienes materiales que estaban dedicados al servicio del pueblo fiel”.

La actual persecución la conocemos, por lo que basta repasar solo algunos zarpazos: incendio de la imagen de la Sangre de Cristo, cinco sacerdotes expulsados o exiliados (P. César A. Gutiérrez, Mons. Silvio Báez, P. Edwin Román, nuncio apostólico Waldemar Sommertag, P. Uriel Vallejos). Diez prisioneros (padres Manuel García, Luis Urbina, y Oscar Benavides, Mons. Álvarez y seis sacerdotes más), 16 monjas de la caridad expulsadas, 11 radioemisoras católicas y cuatro canales de TV cerrados, prohibición de procesiones, cierre de ONG católicas, etc.

Hoy constituye la persecución antirreligiosa más virulenta en Latinoamérica desde la revolución cubana de los años sesenta. Lo peor es que no sabemos qué falta. Los Ortega, confiados en el apoyo del Ejército, Rusia y China, menosprecian las reacciones retóricas sin colmillos de occidente. Lo anterior no implica cruzar los brazos. Independientemente de los efectos que distintas expresiones de protesta o solidaridad puedan tener sobre la conducta del Gobierno, los obispos y cristianos nicaragüenses las necesitan de nuevo pues consuelan y fortalecen.

Algunas voces se han alzado; las del Celam, el embajador del Vaticano ante la OEA, 27 países latinoamericanos, 20 expresidentes, el obispo de Panamá, etc. Pero faltan otras más. Es triste oír al valiente monseñor Álvarez decir: “Mis hermanos me dieron la espalda y se fueron. Todos se fueron… Mi compañía es la soledad”.

Recordemos a San Pablo.

El autor es sociólogo e historiador.

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí