Se tiende fácilmente hoy a fijarnos más en las apariencias que en los valores e interioridad de las personas. Muchas veces amamos más la fotografía que la realidad de las personas.
Muchas veces estamos más pendientes de la pantalla y la fachada que de la realidad que llevamos por dentro. Muchas veces el aparentar parece que tiene más valor que el ser.
Creemos que la riqueza y grandeza de una persona está en lo que se ve, en el vestido que se pone, en el poder que tiene o en los primeros puestos que ocupa ante la sociedad, o en la chequera.
Para Dios no es ni el más grande e importante el que se las echa y vive de pura apariencia.
El que busca un puesto o trabajo público para su beneficio personal. El que para alcanzar lo codiciado utiliza la demagogia, la mentira, la corrupción y el engaño.
El que busca estar por encima de los demás y hace de este mundo un negocio a través del robo, de la avaricia o de la usura. El que se cuelga muchas condecoraciones sin merecerse alguna.
Las personas orgullosas son como los globos que cuanto más suben más chiquitos se ven. Dice el libro de los Proverbios: “Detrás de todo orgullo está la deshonra” (Prov. 11,2). Por eso dice Jesús que “los orgullosos, serán humillados” (Lc. 14-11).
Para Dios los grandes son: Aquellos cuyo nombre nunca viene en los noticieros, pero siempre están dispuestos a dar bondad, acogida, ternura y compasión a los demás.
Aquellos que nunca son condecorados, pero pasan por esta tierra sirviendo y ayudando a los demás.
Aquellos a quienes no les importa la fachada porque su único orgullo es ser honrados consigo mismos y con los demás.
Aquellos servidores que no viven de promesas, pero que sí comparten con sus hermanos sus angustias, sus esperanzas, y el anhelo de una sociedad más justa y humana.
Aquellos padres de familia, desconocidos de la sociedad, pero muy conocidos por sus hijos a quienes les da su tiempo, su educación, sus valores, lo mejor de su vida.
Ese inmenso número de madres que hacen también de padres y se las ven y se las desean solas para sacar a sus hijos adelante.
Tantos y tantos jóvenes, desconocidos por todos, pero muy conocidos por aquellos que les ven cómo luchan por superarse, por enriquecerse de los valores que otros muchos desprecian, y que hacen lo posible para que sus vidas estén al servicio de un mundo distinto al que tenemos, en el que la mentira y la pantalla son lo importante.
Toda esa gente de nuestros barrios que antes de amanecer ya están haciendo fila para tomar sus autobuses e ir al trabajo que quizá nadie quiere para luego volver de noche a su casita y poder darles una comida a sus hijos, ganada con su sudor y sacrificio responsables.
Todos aquellos que saben ofrecer sus vidas en servicio a los demás sin decir nunca no puedo, porque saben que la gratuidad da más satisfacciones que el interés.
Ser humilde es, pues, el que está siempre dispuesto a aprender de los demás, porque de todos se puede siempre aprender algo.
El humilde no se encierra en sí mismo, y se atreve a pedir ayuda, no pretende resolver él solito todos sus problemas; el que procura consultar a los demás antes de tomar sus decisiones.
El humilde es el que comparte y sienta a su mesa al que necesita, sin esperar recompensa. Da lo que tiene y lo mejor de sí mismo.
Dice el libro de los Proverbios: “En la humildad está la sabiduría” (Prov. 11, 2). Esto es lo que nos dice también Jesús: “Los humildes serán ensalzados” (Lc.14, 11).
El autor es sacerdote católico