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Espero la vida y la resurrección

Como cristiano creo que el Rey del Universo nos resucitará para una vida eterna (2 Mac 7, 9). Dios no es un Dios de muertos sino de vivos (Lc 20, 38)

En un mes como este de noviembre que hemos abierto con la fiesta de todos los santos y en que la Iglesia pide, especialmente, por todos los difuntos, al tiempo que asistimos a una naturaleza que se está despojando de sus galas, nos viene a la mente el viejo proverbio: “Todo pasa”.

Pasa el tiempo, pasan las cosas, pasamos también nosotros; pero las cosas pasan para sumirse en la inexistencia; pasaremos también nosotros, pero para continuar existiendo, gozando de una vida feliz en recompensa de un vivir ejemplar el amor a Dios y al prójimo.

Efectivamente, la vida de los Macabeos nos presenta el admirable ejemplo de esa buena mujer que, desde su honda fe, anima a sus hijos a ser fieles a Dios, superando las tentaciones, los halagos y las torturas que intentaban desviarlos de la fe en Dios.

Lo de comer o no unos determinados alimentos no tiene importancia de por sí; lo que sí es importante es la fidelidad a la fe que tienen en Dios y en Cristo, su hijo, aquellos fieles creyentes que viven en medio de los paganos, como los que los persiguen y torturan. (2 Mac 7,1-14). Vemos la fe que muestran los protagonistas en la resurrección y en la otra vida. La misma lección que nos enseña Jesús que venciendo la muerte resucitó y está vivo. (Lc 24,5-6)

San Pablo anima a los cristianos, a que se mantengan perseverantes en el camino de la fe que es, además, un motivo de edificación para todas las comunidades, transformándonos, así, en apóstoles para quien nos vea.

Les advierte, por otra parte, que no les esperan buenos tiempos, sino persecuciones y la constante tentación del mundo pagano que les rodea. El apóstol les dice, además, que el Señor que es fiel, les dará fuerzas y les librará del maligno; y termina diciéndoles que el Señor dirija sus corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo (2 Tes 3, 3-5).         

Por consiguiente, lo que nos distingue a los cristianos de los no creyentes es nuestra fe cristiana que se traduce también en esperanza, y que ilumina tanto nuestra visión de la vida presente como de la futura.

Creemos firmemente en que el destino que Dios nos prepara es la vida, no la muerte. Si los Macabeos que eran creyentes manifestaban su fe, cuando decían: El rey del universo nos resucitará para la vida eterna (2 Mac 7, 9); muchos más motivos tenemos ahora nosotros, después de esta revelación que Cristo nos hace hoy: Son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección (Lc 20, 36).

Siempre nos hace bien a todos mirar no solo al pasado o al presente, sino también al futuro gozoso que nos espera y nos comprometamos, al mismo tiempo, a vivirlo confiados en ese Dios que nos ama profundamente y a quien nosotros queremos también amar con todas nuestras fuerzas, aunque sean muy pequeñas.

Pensar en la “otra vida” no es de personas que quieren escapar de sus compromisos de este mundo; es de personas sensatas que tienen buen sentido común, que viven despiertas y quieren dar importancia a las cosas que en verdad la tienen y relativizan todo lo demás.

Somos un pueblo en marcha; una comunidad que tiene como meta el reino de los cielos, aunque no tengamos experiencia de cómo es, ni sepamos explicar muchas de las preguntas que nos pueden venir a la cabeza, como a los saduceos.

Pero nos fiamos plenamente de Jesús, el maestro que nos va orientando paso a paso en nuestro camino. Creemos firmemente que vamos por buen camino. Nuestra fe y nuestra participación sincera de la palabra, de la oración y de las obras de misericordia, son garantía de esa vida.

El autor es sacerdote católico.

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