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Un hombre honrado

Armando Rizo Oyanguren, intelectual y  profesor de derecho constitucional y administrativo en la vieja Facultad de Derecho  de la Universidad en León en la segunda mitad del siglo XX, conocido entre sus alumnos con el sobre nombre de Zorro Plateado,  por su cabellera blanca, producto de sus prematuras canas. Era un hombre de mediana estatura, blanco de piel por descender de madre española venida a León en compañía de sus dos hermanos sacerdotes, de hablar pausado, sosegado, de modales de hombre educado, famélico, lector incansable, desde que amanecía el día hasta tempranas horas de la noche, sentado en su silla abuelita, fumando y bebiendo de vez en cuando un aromático café de su querida Jinotega de donde venía su padre, de andar acompasado que no lo alteraba ninguna circunstancia.

De pocos amigos, la mayoría profesores o intelectuales como él, Rizo le guardaba un cariño muy especial a un comerciante de ese tiempo en León, el señor Federico Altamirano, conocido por el apelativo de Canducho, gente trabajadora que había construido su haber alrededor del Mercado Central de León, en donde su madre, la señora Modesta Montalván, se había convertido en todo un punto de referencia.

Federico tenía un establecimiento, que era una especie de ferretería, casa de mayoreo  y de  venta de un número de cosas raras, muchas veces el local lucía vacío, sin mercadería, pero eso no importaba ya que   en realidad la tienda o el negocio lo que cubría era la fuente principal de sus entradas, que era prestar dinero al interés con garantía hipotecaria, negocio que había cogido mucho auge con el desarrollo del algodón en Occidente. De todos los prestamistas de la época Federico era sin lugar a duda el más fuerte.

En una de esas tardes leonesas donde el sol nos deslumbra con sus rayos rojizos, y el crepúsculo inunda todo el universo de la vieja ciudad, Federico llegó a la casa de Rizo como era su costumbre a platicar largamente con él, sentado en sus sillas abuelitas en la acera de la casa, reforzando de esa manera esa vieja costumbre leonesa de socializar cuando  ni la radio, televisión  o teléfonos nos hubieran robado ese placer tan sublime como es el dialogar.

En un momento de la plática, Federico le dijo a su amigo: “Armando, quiero pedirte un favor, necesito que me prestes tu nombre, voy a colocar una fuerte suma de dinero y quiero que la hipoteca salga a nombre tuyo, ya que en estos momentos tengo problemas con la renta y no quiero perder esta oportunidad ya que es un buen negocio”. Rizo, lo quedó mirando y con su voz acompasada le dijo: “Federico, yo te hago el favor que me pedís con unas condiciones, yo de mi  casa no me muevo, si quieres que se haga la escritura, tienen que venir a mi hogar y aquí firmamos. Y segundo: los honorarios e impuestos corren por tu cuenta”.  Aceptado, le respondió Federico y se dieron un fuerte abrazo.

Al día siguiente,  a la hora convenida, el notario autorizante redactó, leyó y firmó el crédito, consistente en una fuerte suma de dinero a nombre de Armando Rizo Oyanguren.

Pasaron muchos años, la tradición en ese tipo de negocios era que mientras el deudor cumpliera puntualmente pagando los intereses pactados no había que molestarlo, ya que al prestamista lo que le interesaba era el aumento con cada uno de los pagos de su fluidez  económica. Un día de tantos empezó a correrse un rumor en el comercio de León que consistía en afirmar que Federico o Canducho, como popularmente lo llamaban, estaba muy enfermo.

Armando Rizo se preocupó y se aprestó a ir a saludar en su casa de habitación a su viejo amigo, pero al llegar se encontró con una muralla infranqueable que era la hermana de Federico, doña Rosita. “Mirá Rosita —le dijo Rizo— quiero saludar a tu hermano, además tengo que hablar algunas cosas privadas que tenemos en común”. “Lo siento Armando —fue la respuesta de la señora— por prescripción médica nadie puede ver a Federico, está muy delicado”. “Pero Rosita —insistió el maestro— vos sabés la amistad que yo siempre he tenido con tu hermano, permitime verlo por unos minutos”. “Lo siento Armando —replicó ella— pero esa es la orden del doctor y hay que cumplirla al pie de la letra”.

Pasaban los días y el profesor Rizo Oyanguren se ponía más inquieto, algunas personas de su círculo más íntimo que conocían de la existencia del crédito se atrevieron a tocar el tema y le dijeron que “por qué se preocupaba, si Federico muere, ese dinero es suyo, y que nadie puede dudar de la procedencia lícita de tal fortuna. Fue la voluntad de Federico, le decían,  despreocúpese, y dele gracias a Dios por la suerte que le ha tocado”.

Sin embargo, la situación dio un cambio brusco de la noche a la mañana. Un día muy temprano, doña Rosita se le presentó a Rizo y le rogó que la acompañara a visitar a su hermano.  “Rosita —le dijo él— yo te lo decía, yo necesito hablar con tu hermano, espero me des esa oportunidad”. “Claro Armando, ¿qué día vas a llegar?, que sea lo más pronto posible”. “Mañana en horas de la tarde estaré en su casa, espero nos acompañe”, le respondió Rizo.

A las dos de la tarde del día siguiente, Armando Rizo Oyanguren cruzaba el dintel de la casa de su amigo Federico Altamirano. En su corazón noble un sentimiento de tristeza lo embargaba, las noticias que tenía no eran nada halagüeñas, todo indicaba que esa entrevista sería su despedida.

Según relató más tarde el doctor Rizo Oyanguren, su amigo, en estado muy delicado, lo recibió en compañía de su hermana y se regocijaron al verse. Pasados los saludos de rigor, Rizo abordó la situación y le dijo a su amigo: Federico, quiero me instruyás sobre el préstamo que está a mi nombre, ¿qué hago con esa escritura?” La respuesta de Federico fue lacónica: “Armando, dejala donde está”. Pasó otro rato y Rizo volvió a formular la pregunta: “Federico, ¿qué hago con la escritura?” Y la respuesta de Federico se volvió a repetir: “Dejala donde está”. Al despedirse y ya en los últimos momentos, cuando las voces se quebrantan en situaciones como estas, Rizo volvió a la carga y por tercera vez le dijo: “Federico, ¿qué hago con la escritura?, yla respuesta de Federico fue: “Armando ya te he dicho que la dejés donde está”.

El final de esta historia es toda una lección. Tal como se esperaba, a los pocos días murió Federico y la pregunta que saltó en el ambiente era: ¿De quién es el dinero? Todos unánimes decían que el dinero es del doctor Rizo, si Federico no quiso que se moviera dicha escritura, y que la dejara donde estaba, era obvio que se lo quería dejar a su amigo Armando Rizo Oyanguren.

Pasado el tiempo de duelo, un buen día doña Rosita volvía a visitar la casa del doctor Rizo, esta vez, su semblante era serio, hosco, no ocultaba su malestar y su nerviosismo. Rizo la recibió en el corredor de su casa y la hizo sentar en sus viejas sillas abuelitas que lo acompañaban en sus innumerables viajes a lugares bellos y desconocidos que lo inducían sus constantes y múltiples lecturas. Doña Rosita fue directamente al grano: “Armando —le dijo—, quiero saber qué has pensado hacer con la escritura”. Y la respuesta de Rizo fue lapidaria: “Rosita: Armando Rizo no se da a conocer ni deja su honradez ni por un peso, ni por un millón de pesos, la escritura yo te la paso a tu nombre ya que vos sos la heredera universal de tu hermano. Con dos condiciones. La primera, es que yo no me muevo de esta casa, si querés que te la traspase, vení vos con el notario que escojás y vos pagás los honorarios”. Luego le dijo: “Yo voy a poner un testigo,  que quiero que comparezca como tal en dicho documento”, y la respuesta de ella fue: “¿Y quién es esa persona?” “Es mi alumno y amigo Iván de Jesús Pereira”, le dijo.

Al día siguiente ante los oficios del cartulario Alonzo Castellón se firmó la escritura, compareciendo como testigo este que escribe. Horas antes de dicho hecho, varias personas trataron de disuadir al doctor Rizo de que cambiara de opinión y su respuesta fue la siguiente. “La escritura es de la Rosita, como heredera universal de los bienes de su hermano. Si Federico hubiera tenido la intención de dejarme ese dinero, él me lo pudo haber dicho claramente, sobre todo con la confianza que siempre nos tuvimos. Él me dijo dejala donde está, no  me dijo tomá ese dinero, yo te lo dejo”.

Ese era un hombre honrado que yo tuve el privilegio de conocer y esta es una pequeña estampa que trata de preservar su memoria.

El autor es abogado.

Opinión Confianza dinero prestamista
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