La única vivienda en unos cinco kilómetros a la redonda es la de los Espinoza. Está montaña arriba, justo detrás del cerro El Arenal, en las alturas de San Juan de Limay, Estelí. Y es una cueva. Vive ahí una familia de ocho personas. Son campesinos. Santos José Espinoza Dávila, el papá, su esposa Nubia Maradiaga, cinco hijos y un nieto.
El espacio es grande. Son tres rocas que la naturaleza acomodó. Dejó dos metros de altura en la entrada, un metro a media cueva y 50 centímetros al final, 20 metros de ancho por 15 de largo, además. Don José —pide que así le llamen—, su esposa y sus hijos, son dueños de unas 35 manzanas en esta zona, incluyendo el cerro El Arenal. Este terreno es parte de la serranía Tepesomoto-Pataste, una cadena de cumbres perfectamente alineadas, bordeada por quebradas, riachuelos y planadas, donde esta familia caza y siembra.
En Limay también se conoce a la cueva como “casa de piedra”, pues es bien sabido en todo el pueblo que desde hace unos 12 años, los Espinoza han puesto ahí sus camas, sus “ropitas, trastos y chereques”. También han acomodado a sus animales e hicieron un hogar de ese hueco oscuro y sin puertas en medio de la nada.
Todos aseguran llevar una vida muy tranquila. Comen lo que cultivan o cazan, beben agua de manantial “más pura que cualquier otra”, deben caminar al menos cinco kilómetros “montaña abajo” para llegar a la comunidad más cercana: La Guaruma. Y tienen que extender el recorrido por 12 kilómetros más si quieren salir al pueblo, llegando primero a Tranquera, otra comunidad ubicada a unos metros del centro de San Juan de Limay.
¿POR QUÉ UNA CUEVA
La familia Espinoza no siempre vivió en la casa de piedra. Para 1995, cuando se mudaron a El Arenal eran solo tres en la familia, el terreno medía lo mismo, pero unos metros delante de la cueva en una parte plana y baja tenían una casita. Era una construcción de madera y adobe, nada grande ni elegante, piso de tierra. Era cómoda. La cueva funcionaba entonces como una bodega donde guardaban sus granos de maíz, frijoles, sorgo y algunas verduras que sacaban en cada cosecha.
La vivienda no resistió los días de intensa lluvia. Aquella lluvia que no cesó entre octubre y noviembre de 1998. Aquel huracán Mitch. No recuerdan la fecha con exactitud, pero don José y su familia no olvidarán el día que “una avalancha le dio vuelta” a su casita. Este huracán los había dejado sin nada, descalzos y desprotegidos, “pero vivos, por suerte”, cuenta el señor que de todo aquello no ha podido recuperar nada, aún después de 17 años.
Ese día, dice don José, estaban los tres: “Nosotros dos y mis hijas Martha y Julia que estaban ‘celeques’, de tres y dos años”. La casa y cueva, estaba justo en medio de dos cerros, un punto de encuentro de los deslaves y a la vez se ubica sobre el río Tronqueras, que se había desbordado. Estaban incomunicados. Ninguno de ellos estaba dentro de la casa y fue por eso que junto con su esposa y sus dos pequeñas en brazos lograron correr para colocarse lejos del deslave y sobrevivir “para contar el cuento”.
Las pérdidas ocasionadas por el huracán Mitch en San Juan de Limay sumaron un total de 1,721,644 dólares, según reportes proporcionados por la Alcaldía de este municipio, en esa fecha. Murieron 14 personas, desaparecieron tres y siete quedaron heridos.
La familia Espinoza tardó varios días en “bajar” hasta la comunidad de Tranquera, pero sobrevivió completa. Se abrieron paso entre lodo y piedras y al final “afortunadamente no tuvimos nada que lamentar en la familia”. Aunque el huracán sí se les llevó todo. “Pero todo lo material”, se reconforta el señor, quien vio cómo la corriente arrastraba el terreno y los trabajos que habían sembrado. “El susto fue grande, pero aquí estamos”, dice .
Cuando lograron bajar a la comunidad, también damnificada, recibieron ayuda humanitaria. Al poco tiempo las autoridades les entregaron una vivienda en Tranquera y les dijeron que era muy peligroso que regresaran en la serranía donde tienen sus tierras, pero vivieron ahí solamente cinco años.
LA VIDA EN UNA CAVERNA
Don José es el menor de diez hermanos, hijos de Julio César Espinoza y Cristina Dávila, quienes adquirieron esas tierras en los años 90 y las repartieron entre todos. Recuerda doña Nubia Maradiaga, esposa de don José, que la idea de vivir en El Arenal no le convencía mucho y casi no podía contener el susto cuando su esposo se lo pidió. Al final aceptó.
Ya tenían a su primera hija cuando se mudaron a la casita que habría arrastrado luego el huracán Mitch. La pequeña Martha ya había cumplido un año cuando se fueron para El Arenal y entonces doña Nubia comprendió que estarían más tranquilos “viviendo en lo que es de uno”, dice, pues a fin de cuentas también estaba acostumbrada a la vida del campo.
Don José se crió en otra montaña cercana, “allá en Apante”, Madriz, de donde él y su esposa son originarios. Ahora ninguno encuentra muchas diferencias entre vivir en una casa y vivir en una cueva. “Hasta es mucho más segura”, dice la señora, pues en esta no se filtra el agua y duda mucho que otro huracán la vaya a “voltear” como a aquella casa. “Ni siquiera las bombas la botaron, cuando aquí era un campamento de guerrilleros”, asegura don José.
“Uno se acostumbra y después se vive normal. A nosotros no nos parece extraño, vivimos bien como toda familia del campo”, agrega Maradiaga, de 34 años, mientras prepara el horno que construyeron en la entrada de la cueva para cocinar, junto con su hija mayor, Martha, quien ya le dio un nieto. Le ayudan a acomodar la leña sus otras hijas: Julia, de 18 años, y Asunción, de 15, mientras José Alfredo de 11 años y Freddy el más pequeño, de 9 años, se sientan junto a su papá y platican sobre la jornada del día.
Durante el tiempo que vivieron en Tranquera recuerdan que debían caminar hasta su propiedad (17 kilómetros, para llegar lo mismo para regresar). Subían y bajaban para continuar con la siembra en el día y regresar a su vivienda de noche. “Cuando estábamos en Tranquera se nos perdió todo, se lo robaban. Y las cosas cuestan. Por eso tuvimos que tirar para atrás otra vuelta. Teníamos que venir a cuidar lo que habíamos dejado botado”, sostiene don José. Entonces fue que comenzaron a vivir en la cueva.
“Aquí son los días normales —reitera el campesino— la única diferencia es que en la ciudad uno tiene que comprar todo. Aquí nosotros ya tenemos todo”, dice. Ellos pasan sus días en el campo cazando y en la tierra sembrando. Se levantan a la hora que desean, “puede ser en la madrugada o en la mañana, eso sí, nunca después de las 7:00”, cuenta don José. Realmente no tienen horario, ni siquiera para las comidas porque desayunan, almuerzan y cenan cuando les da hambre “si queremos comemos a las 10:00, si queremos no comemos. Aquí tenemos libertad de hacer lo que queramos”, dice el señor, que él vive bajo sus propias reglas.
José Alfredo es el mayor de los varones y quien más ayuda a su papá con las tareas del campo, también llega en ocasiones el hermano de don José, Nazario, para cultivar la parte que le pertenece de esta tierra. “Todos los días comemos carne, aquí no padecemos”, dice el pequeño sonriendo. Las mujeres se quedan y ayudan en la cocina y en la cría de animales. A veces también van a la siembra “y ayudan en lo que se pueda”.
Por las noches se quedan platicando y “chileando”, porque eso sí, don José es bastante bueno a las “platicadas”, y una vez que se sienta con un amigo o varios, empieza una conversación casi eterna, pero entretenida. “Y es que aquí no hay día que no falte visita, diario vienen amigos, porque así como me ven, tengo muchos. Hablando así sinceramente, casi toda la mitad de Estelí la tengo agarrada yo en amistades. Pasamos alegres, hasta tenemos más visitas que cualquier municipio”, dice don José y se echa una carcajada.
ESE ES SU HOGAR
José Espinoza, hombre delgado y moreno, de 42 años, viaja con frecuencia a Estelí, pero su familia siempre se queda “allá arriba”. No tiene apariencia de ser “picapiedras” o “cavernícola”. Da la impresión de ser un hombre de campo, lo mismo para el resto de su familia. Habla a veces pausado y a veces rápido, pero siempre se da a entender. Él es quien sale para hacer los mandados, las compras y a cargar la batería de los dos únicos celulares que tiene la familia: el de él y el de su esposa. Cuentan que no les gusta estar incomunicados y ahora con la tecnología “hasta el más último tiene hasta cinco celulares, entonces uno trata de ir ahí detrás”.
La familia vive en una cueva, pero es una moderna. En sus muñecas también portan relojes y aunque no tienen televisor, no les falta un radio para escuchar música o noticias. Al teléfono le hablan de Jinotega, Estelí, Madriz y hasta de Estados Unidos, confiesa don José, todos sus amigos le llaman de vez en cuando para platicar, en el horario que él les ha dicho le pueden contactar: en punto de las 4:00 de la tarde, hora en que siempre contestan, si se logró que la batería cargara lo suficiente.
A veces le dan ganas de conocer Managua, dice don José, pero ese es un sueño que deja “para más luego”. En esta cueva se siente cómodo, dice, porque “desde muy chiquito” aprendió la vida del campo y supo que le agradaba. Incluso quiere conseguir un panel solar para no estar “molestando con la cargadera”.
Además dice que están ahí para proteger lo que es suyo, pues desde que regresaron nadie les ha robado nada. “La gente respeta y además que para eso también es útil el arma”, refiere don José. Ya tiene dos escopetas que también utiliza cuando caza venados, cusucos, conejos, o lo que encuentre rondando en “el monte”.
Sus hijos ya no van a la escuela, antes lo hacían. Iban a la de La Guaruma, la pequeña comunidad a cinco kilómetros de El Arenal. Dejaron de estudiar porque los maestros no llegaban aun cuando los pequeños bajaban y subían todos los días. Según don José, el próximo año ya van a estudiar, los que aún puedan aprender algo, vivirán con unas amistades en donde se quedarán durante la semana, porque “lamentablemente ahorita no pudieron seguir estudiando”, asegura.
La familia Espinoza, por un momento tuvo temor de regresar a El Arenal, pero según dicen “ese miedito ya pasó”. No les molesta tener que alumbrase con las ramas de un árbol que describen parecido al ocote, cuando las lámparas de mano le fallan, este árbol “agarra fuego como que tuviera gasolina”. Dicen que quizás en el futuro se hagan una casita, pero “por mientras aprovechamos esta linda cueva que Dios hizo tan bonita”.
Viven ahí, simplemente porque les gusta y porque bueno “somos dueños de la finca y somos amantes a trabajar la agricultura. Por eso es que aquí estamos, trabajandito siempre, con ánimos de seguir mañana haciendo lo mismo”.
SOBRE EL ARENAL
En la comunidad más cercana, La Guaruma, hay seis viviendas y ocho familias, según datos publicados en el Plan de Respuesta Municipal con enfoque de Gestión del Riesgo Municipio de San Juan de Limay, departamento de Estelí, elaborado por el Sinapred en 2003. (Esta cifra no incluye a la familia Espinoza).
Una de las principales razones por las que los Espinoza regresaron a El Arenal fue la falta de agua potable que había en Tranquera. Decidió regresarse “en un verano muy duro”, porque en esa cima en que habita “hay agua por todos lados”.
El año pasado don José dio permiso a la comunidad de Tranquera que introdujera tuberías para llevar agua a su comunidad. Esto abastece ahora a 85 viviendas, de 95 familias.
San Juan de Limay se encuentra a 195 kilómetros de la capital y a 45 de la cabecera departamental Estelí.
El cerro El Arenal tiene 1,625 metros de altura sobre el nivel del mar, cerca de 100 metros menos que el volcán San Cristóbal.
El terreno donde se ubica la cueva es el límite entre San Juan de Limay con San José de Cusmapa, Madriz.
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