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Convergencia psíquica 

(FIRMAS PRESS) La conciencia es la única herramienta innata que tenemos. Nos acompaña desde el primer hasta el último segundo que pasamos en esta roca. Es la piedra encerrada en nuestro puño. Una hoja de obsidiana, el filo de una navaja. La conciencia es lo que convierte esta masa de músculo y hueso en una máquina autómata. El poder de los espasmos eléctricos de nuestro cerebro solo se puede calcular por las infinitas dimensiones que se crean cada momento que pasa, por los universos que nos inventamos con cada aspiración, por los sueños que protagonizamos al dormir. La pieza central de las historias que se leen, de las canciones que se escuchan, de las pinturas que se ven o de las innovaciones que nos facilitan la vida está recluida en una prisión ósea sujetada por un Atlas.

Y este columpio entre lo real y lo metafísico, entre el día y la noche, es muy atractivo para algunas personas. Es cómodo conocer la parte superior de lo que nos rodea y poder escudriñar el fondo de la imaginación al descansar. La víspera de lo irreal es lo que les apasiona, conocer el final del sinsentido, es por eso por lo que los sueños, mas no las pesadillas, son un agradable enjuague para los días que pasan, pero qué sucede cuando la curiosidad, la intriga y el descubrimiento desean romper esta barrera, cuando se quiere saltar esta frontera entre dos mundos que, al final del cuento, comparten una sola perspectiva. Porque lo onírico y verdadero son solo dos caras de una misma mente.

Es aquí donde entran las drogas, los estupefacientes, los alteradores de conciencia. Las llaves que nos transportan a ese valle donde descansan las respuestas a las preguntas más esenciales de nuestra vida. El sereno recorrido entre el bosque de los árboles del Edén y las llamas de las estrellas más lejanas. Estas sustancias modificadoras de lo que sentimos como real nos permiten ver más allá del horizonte de Kepler, saltar sobre los monstruos de Lovecraft, romper la navaja de Ockham y quemar las ideas de Sócrates. La sociedad se ha construido sobre los hombros de los narcóticos, las economías se han creado para sostener la venta de estos bienes y las guerras para defender el derecho a seguir consumiendo.

Las convulsiones de ira retuercen los cuerpos de algunos de los que leen estos párrafos mientras en sus manos reposan las tazas llenas hasta el filo de café, salivan gotas de enojo exhalando el humo del tabaco a medio fumar y para bajar el amargo disgusto, a media tarde, una cerveza o mejor una copa de vino para descansar y digerir los azúcares y aceites de la comida viendo en las pantallas de sus hogares un episodio más de esa serie que los tiene “enganchados”. Todos somos adictos. Adictos a algo que nos hace ser lo que somos. El mundo es aburrido y monótono, gris es el filtro que nos recubre la vista hasta que la ambrosía de eso que hemos amarrado a nuestra alma nos deslumbra con su llegada y rompe el velo triste de nuestro rostro. El trabajo no parece tan pesado, las tardes ya no son tan apáticas, los amaneceres son más hermosos y la entropía no parece llegar hasta nuestras costas.

Dolores, sudores y escalofríos nos arropan si nos abstenemos de la rutinaria consumición de nuestro elixir favorito. Porque nuestro ser se siente vacío y olvidado, el motor no arranca sin el combustible que necesita. Porque vivimos envueltos en un gas oxidante que solo se vuelve soportable sobre un navío invisible llamado tiempo. El dulce y sereno viaje es más aguantable con estimulantes, deprimentes, alucinógenos o narcóticos.

El autor es escritor panameño

Opinión
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