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Una carta abierta

A quien concierna:

Cuando la caja de Pandora, ese envase de las desgracias, rompe su cerradura y de ella escapan todos los desastres que sus paredes guardan; cuando brotan por las arterias de asfalto y piedra de un país las masas de cuerpos hinchados en enojo y frustración, se requiere la puesta en marcha de una serie de engranajes sociales que, en el mejor de los casos, no hayan sido corroídos por el óxido de la corrupción, ignorancia y estulticia de los gabinetes anteriores o actuales.

El peor remedio es la inacción, la sumisión y la procrastinación. El desinterés y el miedo de los que tienen bajo su control el manubrio de un Estado no satisfacen las ansias de respuestas que la mayoría de los partícipes de la democracia rebuscan con pancartas, gritos y marchas. Las demostraciones de verborrea y demagogia; los cínicos sofismas desplegados con graciosas pomposidades no hacen más que afilar los colmillos de un depredador llamado hartazgo. Porque un tsunami no es más que muchas gotas de agua unidas, pero es esa misma unión lo que convierte a estas gigantescas paredes acuáticas en una peligrosa fuerza a la cual hacerle frente.

Así es como se crea el caos, este término que, por su uso y abuso, ha perdido su propia descripción. Y dentro de él, en el núcleo de la entropía misma, viven los embaucadores. Los agentes que buscan, en la desestabilidad y la disconformidad, una palanca para destruir los pilares de la sociedad. Las rémoras que beben del cáliz de las subvenciones públicas para mantener viva su lucha contra fantasmas y falacias. Sanguijuelas de la nación que saben que, cuando el orden y la libertad están en auge, sus homilías solo son escuchadas por los tontos que los siguen cual perros falderos, por eso esperan e hibernan hasta que cualquier cambio en la corriente, cualquier alteración en lo que el nacionalismo cataloga como volksgeist, logra debilitar el muro del orgullo de un país. En la confusión encuentran el dorado dios del dólar, se lucran del enojo y canjean el disgusto por ganancia. Esos son los parásitos que no deberían liderar a las masas, pero lo hacen. Pregonan sus patéticas falacias y hacen caer a miles en sus pegajosas redes. Los esfuerzos se quedan en nada si son los aprovechados los que salen ganando.

Y es que son esos mismos ventajistas los que se alzan en furiosa altanería a destrozar lo ajeno. Las incitaciones y exaltaciones a la agresión entre hermanos son sus herramientas para conseguir un pacto. Las indicaciones a los ejércitos informales que se toman las calles son las balas con las que buscan cazar la integridad de toda una región. Porque ellos señalan a los que se visten igual, los deshumanizan, se hacen llamar “partidarios del pueblo” cuando son los primeros que desprecian al pueblo. Son vejigas llenas de orín lejos de cualquier baño, son un muladar en verano, son una etiqueta molesta en la nuca.

El daño ya está hecho, los ánimos están caldeados y el resentimiento tardará en evaporarse. Los que fueron, los que apoyaron, los que quemaron y destruyeron, los que no salieron y los que solo vieron entrarán en un limbo de miradas y acusaciones. Buscarán al culpable, al chivo expiatorio, a la cabeza de turco que haga de culpable único de los daños a terceros, a los que no quisieron participar y aún así sufrieron. Porque cuando la caja de Pandora, ese envase de las desgracias, rompe su cerradura y de ella escapan todos los desastres que sus paredes guardan, el resultado no queda muy lejos de la implosión del entendimiento y el surgimiento del odio filicida.

El autor es escritor panameño

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